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Barrayar (íà èñïàíñêîì)

ModernLib.Net / Bujold Lois McMaster / Barrayar (íà èñïàíñêîì) - ×òåíèå (ñòð. 6)
Àâòîð: Bujold Lois McMaster
Æàíð:

 

 


      — ¿Él le ha dicho eso? — preguntó con asombro.
      — No, fue Vorrutyer. Justo antes de sufrir su… fatal accidente. — Vordarian se paralizó; Cordelia sintió cierta maliciosa satisfacción. Al fin había logrado desconcertar a un barrayarés. Ojalá pudiese descubrir qué había hecho para lograrlo. Continuó con el rostro muy serio -. Cuanto más pienso en Vorrutyer, más me parece una figura trágica. Obsesionado con una aventura que había terminado hacía dieciocho años. No obstante, en ocasiones me pregunto si hubiese podido tener lo que deseaba (a Aral), si Aral hubiese conservado esa vena sádica que consumió la cordura de Vorrutyer… Es como si los dos hubiesen estado en alguna clase de columpio, donde la supervivencia de uno determinaba la destrucción del otro.
      — Una betanesa. — La expresión desconcertada comenzaba a desvanecerse. En su lugar aparecía una que Cordelia denominó mentalmente «de atroz comprensión» -. Debí haberlo imaginado. Después de todo, fueron ustedes quienes crearon a los hermafroditas… — Guardó silencio -. ¿Cuánto tiempo conoció a Vorrutyer?
      — Unos veinte minutos. Pero fueron veinte minutos muy intensos. — Cordelia decidió dejar que se preguntase qué diablos significaba eso.
      — Su… aventura, como usted lo llama, fue un gran escándalo secreto en su momento.
      Ella arrugó la nariz.
      — ¿Gran escándalo secreto? ¿No es eso un oxímoron? Como «inteligencia militar», o «fuego amigo». También típicos barrayarismos, ahora que lo pienso.
      Vordanan tenía una expresión extraña en el rostro. Cordelia comprendió que tenía el aspecto de alguien que acabara de lanzar una bomba, pero ésta había emitido un chasquido en lugar de estallar, y ahora trataba de decidir si debía meter la mano dentro para probar el mecanismo.
      Entonces fue el turno de Cordelia para alcanzar una «atroz comprensión».
      Este hombre ha tratado de destruir mi matrimonio.
      No… el matrimonio de Aral. Adoptó una sonrisa radiante e inocente. Al fin las piezas comenzaban a encajar. Vordarian no podía pertenecer al antiguo partido de Vorrutyer. Sus líderes habían sufrido algún accidente fatal antes de la muerte de Ezar, y el resto de los partidarios estaban dispersos y ocultos. ¿Qué buscaba ese hombre? Cordelia jugueteó con una flor de su cabello.
      — No creí estar casándome con un hombre virgen de cuarenta y cuatro años, conde Vordarian.
      — Eso parece. — Bebió otro sorbo de vino -. Ustedes los galácticos son todos unos degenerados… me pregunto qué perversiones tolerará él a cambio. — De pronto sus ojos brillaron con malicia -. ¿Sabe cómo murió la primera mujer de Vorkosigan?
      — Se suicidó. Se disparó un arco de plasma a la cabeza — respondió ella sin vacilar.
      — Según los rumores él la asesinó. Por adulterio. Tenga cuidado, betanesa. — Su sonrisa ya se había vuelto completamente ácida.
      — Sí, también sabía eso. En este caso, los rumores no son ciertos. — Los dos ya habían abandonado toda apariencia de cordialidad. Cordelia sentía que junto con ello, comenzaba a perder el control de sí misma. Se inclinó adelante y bajó la voz -. ¿Usted sabe por qué murió Vorrutyer?
      Vordarian no pudo evitar inclinarse hacia ella, interesado.
      — No…
      — Trató de herir a Aral a través de mí. Eso me resultó… irritante. Quisiera que usted dejase de tratar de irritarme, conde Vordarian. Me temo que logre su cometido. — Su voz se transformó en un susurro -. Usted también debe temerlo.
      El aire condescendiente de Vordarian había dado paso a la cautela. Hizo un gesto rápido con las manos a modo de despedida y se retiró.
      — Señora — dijo, alejándose con una mirada nerviosa.
      Ella lo miró con el ceño fruncido. Vaya. ¡Qué diálogo tan extraño! ¿Qué había esperado? ¿Pillarla por sorpresa con ese antiguo dato? ¿Vordarian imaginaba realmente que ella iría a reclamarle a su esposo por su mal gusto para escoger compañías, veinte años atrás? ¿Una ingenua barrayaresa recién casada hubiese sufrido un ataque de histeria? No la señora Vorpatril, cuyo entusiasmo social ocultaba un ácido discernimiento; no la princesa Kareen, cuya ingenuidad había sido destruida hacía mucho por ese sádico de Serg.
      Vordarian disparó, pero no dio en el blanco. Entonces pensó con más frialdad: ¿Ya habrá hecho lo mismo, en otra ocasión? Aquél no había sido un diálogo social normal, ni siquiera según el modelo machista barrayarés. O tal vez sólo estaba borracho. De pronto Cordelia tuvo ganas de hablar con lllyan. Cerró los ojos, tratando de aclarar su mente confundida.
      — ¿Te encuentras bien, cariño? — murmuró la voz preocupada de Aral en su oído -. ¿Necesitas tu medicación para las náuseas?
      Cordelia abrió los ojos. Allí estaba él, sano y salvo a su lado.
      — Oh, estoy bien. — Lo cogió del brazo con suavidad -. Sólo pensaba.
      — Nos esperan para cenar.
      — Vamos. Será bueno sentarse. Tengo los pies hinchados.
      Aral pareció querer alzarla en sus brazos y llevarla a la mesa, pero entraron normalmente en el salón y se reunieron con las otras parejas. Se acomodaron ante una mesa elevada y un poco apartada de las demás, junto con Gregor, Kareen, Piotr, el lord Guardián de los Portavoces y su mujer, y el primer ministro Vortala. Ante la insistencia de Gregor, Droushnakovi se sentó con ellos; el niño parecía muy feliz de ver a su antigua guardaespaldas.
      ¿Me he llevado a tu compañera de juegos, pequeño?, pensó Cordelia con remordimiento. Eso parecía. Gregor comenzó a negociar con Kareen para que Drou fuese allí una vez por semana a darle «lecciones de judo». Acostumbrada al ambiente de la residencia, Drou no parecía tan intimidada como Koudelka, quien parecía algo tenso tratando de disimular su torpeza.
      Cordelia se encontró sentada entre Vortala y el Portavoz, con quienes mantuvo una conversación razonablemente cómoda; Vortala resultaba encantador con su estilo directo. Cordelia probó un poco de todos los alimentos elegantemente servidos, exceptuando las tajadas de un bovino asado, presentado entero. Por lo general era capaz de no pensar en el hecho de que las proteínas barrayaresas no eran criadas en cubas, sino extraídas de verdaderos animales muertos. Se había enterado de sus primitivas prácticas culinarias antes de viajar allí, después de todo, y ya había probado la carne animal en misiones de Estudios Astronómicos. Los barrayareses aplaudieron a la bestia decorada con frutas y flores. Al parecer, la encontraban apetitosa, no horrible, y el cocinero que la había seguido con ansiedad se inclinó en una reverencia. Los primitivos circuitos olfativos en el cerebro de Cordelia debieron convenir en que el aroma era delicioso. Vorkosigan se sirvió una porción casi cruda. Cordelia bebió agua.
      Después del postre y de algunos brindis formales ofrecidos por Vortala y Vorkosigan, al fin el pequeño Gregor se fue a la cama acompañado por su madre. Kareen hizo señas a Cordelia y a Droushnakovi para que la siguiesen. Cordelia sintió que la tensión de sus hombros se aflojaba cuando abandonaron el gran salón para subir a las silenciosas habitaciones del emperador.
      Gregor fue despojado de su pequeño uniforme y vestido con un pijama, con lo cual dejó de ser un icono para convertirse de nuevo en un niño. Drou lo acompañó a cepillarse los dientes y acabó accediendo a jugar «sólo una vez» a algo a lo cual solían jugar a la hora de acostarse. Kareen lo permitió con indulgencia, y después de besar a su hijo se retiró con Cordelia a un salón contiguo suavemente iluminado. Las ventanas estaban abiertas y por ellas entraba una fresca brisa nocturna. Las dos mujeres se sentaron con un suspiro y se relajaron; en cuanto vio que Kareen se quitaba los zapatos, Cordelia la imitó. Desde los jardines llegaba el sonido apagado de voces y risas.
      — ¿ Hasta cuándo se prolongará la fiesta? — preguntó Cordelia.
      — Hasta el amanecer, para los que aguanten más que yo. Me retiraré a la medianoche, después de lo cual se comenzará a beber en serio.
      — Algunos ya parecían haberlo tomado bastante en serio.
      — Por desgracia. — Kareen sonrió -. Antes de que haya finalizado la noche, podrá ver lo mejor y lo peor de los Vor.
      — Me lo imagino. Me sorprende que no hayan importado drogas menos letales para animar el espíritu.
      La sonrisa de Kareen se tornó irónica.
      — Pero las riñas entre borrachos son una tradición. — Suavizó su tono de voz -. En realidad, esas cosas están entrando, al menos en las ciudades con bases de lanzamiento. Como de costumbre, en lugar de sustituir nuestras antiguas costumbres les agregamos otras nuevas.
      — Tal vez sea la mejor manera. — Cordelia frunció el ceño. ¿Cómo lo preguntaría con delicadeza…? — ¿El conde Vidal Vordarian es de los que acostumbran a emborracharse en público?
      — No. — Kareen alzó la vista hacia ella -. ¿Por qué lo pregunta?
      — He mantenido una conversación muy peculiar con él. Pensé que una sobredosis de etanol podría explicarla. — Recordó la mano de Vordarian posada suavemente sobre la rodilla de la princesa, casi como una caricia íntima -. ¿Lo conoce bien? ¿Qué opinión tiene de él?
      — Es rico… y orgulloso — dijo la princesa -. Permaneció leal a Ezar durante las últimas intrigas de Serg. Leal al imperio y a la clase de los Vor. En el distrito de Vordarian hay cuatro importantes ciudades industriales, además de bases militares, depósitos de provisiones, la principal base de lanzamiento militar. Sin duda su zona es la de mayor relevancia económica de todo Barrayar. La guerra apenas la rozó. Ubicamos allí nuestras primeras bases espaciales porque aprovechamos instalaciones construidas y abandonadas por los cetagandaneses, y a partir de entonces se inició el desarrollo económico.
      — Eso es… interesante — dijo Cordelia -. Pero me preguntaba cómo sería personalmente. ¿A usted le gusta?
      — En una época — dijo Kareen lentamente -, me pregunté si Vidal sería lo bastante poderoso para protegerme de Serg cuando Ezar muriera. A medida que Ezar empeoraba, decidí que sería mejor ocuparme de mi propia defensa. No parecía estar ocurriendo nada, y nadie me decía una palabra.
      — Si Serg hubiese llegado a ser emperador, ¿cómo podría haberla defendido un simple conde? — preguntó Cordelia.
      — Tendría que haberse convertido en… algo más. Vidal tenía ambiciones y era un patriota. Dios sabe que si Serg hubiese vivido, podría haber destruido a Barrayar. Quizá Vidal nos hubiera salvado. Pero Ezar me aseguró que no tenía nada que temer. Luego Serg murió antes que él y… y desde entonces he dejado que las cosas se enfriaran con Vidal.
      Cordelia se frotó el labio inferior con expresión algo ausente.
      — Oh. Pero… personalmente, ¿a usted le gusta? ¿Le agradaría retirarse de los asuntos imperiales como condesa Vordarian algún día?
      — ¡Oh! Ahora no. El padrastro del emperador sería un hombre demasiado poderoso enfrentado al regente. Una polaridad peligrosa, si no llegan a una alianza o a un equilibrio exacto. O si no están combinados en una sola persona.
      — ¿Cómo convertirse en el suegro del emperador? — Sí, exactamente.
      — Me resulta muy difícil comprender esta forma de transmitir el poder. Pero usted tiene algún derecho propio para reclamar el imperio, ¿verdad?
      — Ésa sería una decisión de las fuerzas armadas. — Kareen se alzó de hombros y bajó la voz -. Es como una enfermedad, ¿no? Estoy demasiado cerca, he sido tocada, infectada… Gregor es mi única posibilidad de supervivencia. Y también mi prisión.
      — ¿No desea tener una vida propia?
      — No. Sólo quiero seguir con vida.
      Cordelia se reclinó, perturbada.
      ¿ Serg te ha enseñado ano agraviar?
      — — ¿Vordarian lo ve del mismo modo? Me refiero a que el poder no es lo único que usted tiene para ofrecer. Creo que subestima sus atractivos personales.
      — En Barrayar el poder es lo único que importa. — Su expresión se tornó distante -. Admito que una vez le pedí al capitán Negri que me entregara un informe acerca de Vidal. Normalmente él utiliza a sus cortesanas.
      Para Cordelia, esta frase no era precisamente una confesión de amor sin límites. Sin embargo, lo que había visto en los ojos de Vordarian un rato antes no era sólo el deseo de poder, hubiese podido jurarlo. ¿La designación de Aral como regente habría venido a estropear por mala suerte los galanteos de Vordarian? ¿Eso explicaría el rencor de tinte sexual que había percibido en él?
      Droushnakovi regresó de puntillas.
      — Se ha quedado dormido — susurró con afecto. Kareen asintió y echó la cabeza hacia atrás en un momento de descanso, hasta que un mensajero de librea Vorbarra se acercó a ella para decir:
      — ¿Querríais iniciar el baile con milord regente, señora? Os aguardan.
      ¿Una invitación o una orden? Con la voz inexpresiva del criado, sonaba más a una obligación siniestra que a algo divertido.
      — La última tarea de la noche — le aseguró Kareen a Cordelia mientras ambas se calzaban los zapatos. Los de Cordelia parecían haberse encogido dos números desde el comienzo de la velada. Cojeando, abandonó el salón detrás de Kareen, ambas seguidas por Drou.
      En la planta baja había una enorme sala con pavimento de marquetería en madera multicolor, con diseños de flores, enredaderas y animales. En Colonia Beta la lustrosa superficie se hubiese exhibido en la pared de un museo; esta gente increíble bailaba sobre ella. La música estaba suministrada por una orquesta en vivo al estilo barrayarés, escogida mediante una reñida competencia entre los integrantes de la Banda Imperial. Hasta los valses tenían un ligero parecido con una marcha. Aral y la princesa fueron introducidos, y él la condujo para dar un par de vueltas alrededor del salón en una danza formal donde ambos debían dar los mismos pasos, con las manos alzadas pero sin llegar a tocarse. Cordelia estaba fascinada. Nunca había imaginado que Aral fuese capaz de bailar. Esto pareció completar los requisitos sociales y otras parejas salieron a la pista. Aral regresó a su lado con expresión animada.
      — ¿Bailamos, señora?
      Después de la cena hubiese preferido una siesta. ¿Cómo lograba mantener esa alarmante hiperactividad? Cordelia sacudió la cabeza y sonrió.
      — No sé cómo.
      — Ah. — En lugar de ello comenzaron a caminar -. Yo podría enseñarte — le ofreció Aral mientras salían a las terrazas que se fundían con los jardines. Allí fuera estaba fresco y oscuro, con excepción de unas pocas luces de colores para impedir que la gente tropezase en los senderos.
      — Humm — dijo ella con desconfianza -. Pero sólo si logras encontrar un sitio solitario. — Si lograban encontrar un sitio solitario, a ella se le ocurrían mejores cosas para hacer.
      — Bueno, aquí estamos… shhh.
      Su sonrisa de cimitarra brilló en la oscuridad, y su mano apretó la de ella con más fuerza. Ambos permanecieron muy quietos en la entrada de un pequeño espacio cerrado por tejos y unas delicadas plantas rosadas que no provenían de la Tierra. La música flotaba claramente hasta allí.
      — Inténtalo Kou — dijo la voz de Droushnakovi. La joven y Kou se encontraban enfrentados en el otro extremo del escondrijo. Con incertidumbre, Koudelka dejó su bastón en la balaustrada de piedra y alzó sus manos hacia las de ella. Lentamente comenzaron a bailar mientras Drou contaba -: Un, dos, tres; un, dos, tres…
      Koudelka tropezó y ella lo sostuvo; él la cogió por la cintura.
      — No sirve de nada, Drou. — Sacudió la cabeza, frustrado.
      — Shhh… — Su mano le rozó los labios -. Vuelve a intentarlo. Dijiste que habías tenido que practicar eso de la coordinación de manos antes de lograrlo. ¿Cuántas veces? Más de una, supongo.
      — El viejo no me permitió renunciar.
 
      — Bueno, tal vez yo tampoco te permita renunciar. — Estoy cansado — se quejó Koudelka. Bueno, entonces empezad con los besos, los instó Cordelia en silencio, conteniendo la risa. Eso es algo que podéis hacer sentados. No obstante Droushnakovi estaba decidida, y volvieron a empezar.
      — Un, dos, tres; un, dos tres… — Los esfuerzos volvieron a terminar en lo que a Cordelia le pareció un muy buen inicio para un abrazo, si alguno de los dos hubiese tenido el valor para continuar.
      Aral sacudió la cabeza y ambos regresaron en silencio rodeando los arbustos. Aparentemente inspirado, sus labios se posaron sobre los de ella, conteniendo la risa. Pero, ay, su discreción fue inútil; un anónimo lord Vor pasó frente a ellos sin verlos, tropezó con un escalón de la terraza dejando paralizados a Kou y a Drou, y se inclinó sobre la balaustrada para vomitar entre los arbustos. De pronto se oyeron dos voces en la oscuridad, una masculina y otra femenina, lanzando maldiciones. Koudelka recuperó su bastón y los dos aspirantes a bailarines se retiraron rápidamente. El lord Vor vomitó otra vez, y su víctima masculina comenzó a trepar hacia él, resbalando sobre la piedra sucia y prometiendo violenta venganza. Prudentemente, Vorkosigan se llevó a Cordelia de allí.
      Más tarde, mientras aguardaban en uno de los pórticos a que trajesen los vehículos, Cordelia se encontró con que el teniente se hallaba a su lado. Con rostro pensativo, Koudelka observaba la residencia desde donde todavía llegaban la música y las voces.
      — ¿Se lo ha pasado bien, Kou? — preguntó ella con afabilidad.
      — ¿Qué? Oh, sí. Maravillosamente. Cuando me uní al Servicio, jamás soñé que terminaría aquí. — Koudelka parpadeó -. Hubo momentos en los que pensé que no terminaría en ninguna parte. — Entonces, para sorpresade Cordelia, agregó -: Quisiera que las mujeres viniesen con un manual de instrucciones.
      Cordelia se echó a reír.
      — Yo podría decir lo mismo de los hombres.
      — Pero usted y el almirante Vorkosigan… son diferentes.
      — En realidad, no. Hemos aprendido de la experiencia, tal vez. Mucha gente no lo logra.
      — ¿Usted cree que tengo posibilidades de llevar una vida normal? — Sus ojos estaban fijos en la oscuridad.
      — Será usted quien lo decida, Kou.
      — Usted habla igual que el almirante.
 
      A la mañana siguiente, cuando Illyan se detuvo en la Residencia Vorkosigan para recibir el informe diario de su jefe de guardia, Cordelia lo acorraló.
      — Dígame, Simón, ¿en que lista tiene a Vidal Bordarían, en la corta o en la larga?
      — En mi lista larga están todos — suspitó Illyan.
      Él inclinó la cabeza a un lado.
      — ¿Por qué?
      Cordelia vaciló. No quería decir «por intuición», aunque era eso precisamente lo que sentía.
      — Por lo que me ha parecido, tiene la mente de un asesino. De aquellos que se ocultan bien y disparan contra la espalda de su enemigo.
      Illyan sonrió con ironía.
      — Disculpe, señora, pero ése no se parece al Vordarian que yo conozco. Siempre lo he visto actuar como un obstinado sin preocuparse por las consecuencias.
      ¿Cuán grande debía ser el dolor, cuán ardiente el deseo, para que un hombre obstinado se volviese sutil?. Cordelia no estaba segura. Tal vez, al no saber lo profunda que era la felicidad de Aral con ella. Bordarían no imaginaba lo malvado que había sido su intento de atacarla. ¿Y la hostilidad personal debía necesariamente ir unida a la política? No. El odio de ese hombre había sido profundo, su golpe preciso, aunque había fallado el lugar donde apuntar.
      — Páselo a la lista corta — repitió.
      Illyan abrió las manos; su gesto no fue un intento de aplacarla. A juzgar por su expresión, algún engranaje comenzó a funcionar en su cadena de pensamientos.
      — Muy bien, señora.

6

      Cordelia observó la sombra proyectada en el suelo por la aeronave ligera, una saeta delgada que se deslizaba hacia el sur. La flecha fluctuaba sobre granjas campestres, arroyos, ríos y caminos polvorientos… el sistema de caminos era rudimentario, primitivo, su desarrollo truncado por el transporte personal por aire que había llegado con la explosión de tecnología galáctica al finalizar la Era del Aislamiento. Los nudos de tensión en el cuello de Cordelia se iban deshaciendo con cada kilómetro que los alejaba de la agitada atmósfera de la capital. Un día en la campiña era una idea excelente, largamente ansiada. Sólo hubiese querido que Aral lo compartiera con ella.
      Guiado por alguna señal en tierra, el sargento Bothari maniobró suavemente la aeronave para inclinarla hacia su nuevo curso. Droushnakovi, quien compartía el asiento trasero con Cordelia, se puso tensa tratando de no apoyarse sobre ella. El doctor Henri, en el asiento delantero con el sargento, miraba hacia el exterior casi con el mismo interés que Cordelia.
      El doctor Henri se volvió para hablarle.
      — Le agradezco que me haya invitado a almorzar después del examen, señora. Es un raro privilegio visitar la propiedad de los Vorkosigan.
      — ¿En serio? — dijo Cordelia -. Sé que no reciben a mucha gente, pero los amigos del conde Piotr suelen venir con bastante frecuencia a montar a caballo. Son unos animales fascinantes. — Cordelia pensó en lo que había dicho, y después de unos segundos decidió que el doctor Henri debía de haber comprendido que con «animales fascinantes» había querido referirse a los caballos, no a los amigos del conde Piotr -. Muestre la menor señal de interés y es probable que el conde lo lleve a recorrer los establos.
      — No llegué a conocer al general. — El doctor Henri parecía acobardado, y se acomodó el cuello de su uniforme. Como científico investigador del Hospital Militar Imperial, Henri estaba acostumbrado a tratar con oficiales de alto rango; la diferencia en este caso debía ser que Piotr estaba asociado con gran parte de la historia de Barrayar.
      Piotr había adquirido su grado actual a los veintidós años, luchando contra los cetagandaneses en una violenta guerrilla que había arrasado las Montañas Denda-rii, visibles ahora en el horizonte del sur. El grado había sido todo lo que el entonces emperador, Dorca Vorbarra, había podido darle en un principio; en esos momentos desesperados era imposible pensar en cosas más palpables como refuerzos, provisiones o dinero. Veinte años después, Piotr había vuelto a cambiar la historia de Barrayar apoyando a Ezar Vorbarra en la guerra civil que logró derrocar al emperador Yuri el Loco. Sin lugar a dudas, el general Piotr Vorkosigan no era un hombre corriente.
      — Es fácil llevarse bien con él — le aseguró Cordelia al doctor Henri -. Sólo tendrá que admirar los caballos y formular algunas preguntas acerca de las guerras. Luego podrá relajarse y pasar el resto del tiempo escuchando.
      Henri alzó las cejas y buscó algún rastro de ironía en su rostro. El doctor era un hombre agudo. Cordelia sonrió alegremente.
      Entonces notó que Bothari la observaba por el espejo ubicado sobre el panel de control. Otra vez. El sargento parecía nervioso ese día. Lo delataba la posición de sus manos, la rigidez en los músculos de su cuello. Los ojos amarillos de Bothari siempre eran inescrutables; hundidos, demasiado juntos y algo desnivelados sobre sus pómulos prominentes y la larga mandíbula. ¿Ansiedad por la visita del doctor? Era comprensible.
      Abajo el terreno era ondulante, pero pronto se tornó más escarpado con los cerros que surcaban la zona del lago. Más allá se alzaban las montañas, y a Cordelia le pareció que alcanzaba a ver un destello de nieve en las cumbres más altas. Bothari elevó la aeronave sobre tres cerros consecutivos y luego volvió a descender atravesando un estrecho valle. Unos minutos más, un ascenso sobre otro cerro, y el largo lago quedó a la vista. Un inmenso laberinto de fortificaciones consumidas por el fuego formaba una corona negra sobre un promontorio, y debajo de él se cobijaba una aldea. Bothari hizo posar suavemente la aeronave en un círculo pintado sobre la calle más ancha de la aldea.
      El doctor Henri cogió su bolso de equipos médicos.
      — El examen sólo llevará unos minutos — le aseguró a Cordelia -, luego podremos continuar.
      No me lo diga a mi, sino a Bothari. Cordelia percibía que el doctor se sentía un poco acobardado ante el sargento. Se dirigía a ella como si la considerase una especie de traductora capaz de poner sus palabras en términos comprensibles para Bothari. Sin duda el sargento era una figura temible, pero ignorándolo no lograría que desapareciese mágicamente.
      Bothari los condujo hasta una pequeña casa ubicada en una calle estrecha que desembocaba en el lago. Una mujer robusta con cabellos grises abrió la puerta y sonrió.
      — Buenos días, sargento. Pasen, todo está preparado. Señora. — Saludó a Cordelia con una desmañada reverencia.
      Cordelia le respondió con un movimiento de cabeza y miró alrededor con interés.
      — Buenos días, señora Hysopi. Qué bonita se ve su casa hoy. — El lugar había sido cuidadosamente fregado y ordenado… como viuda de un militar, la señora Hysopi estaba acostumbrada a las inspecciones. Cordelia supuso que en la casa de la nodriza contratada, el clima cotidiano debía de ser un poco más relajado.
      — Su niñita se ha comportado muy bien esta mañana — le aseguró la señora Hysopi al sargento -. Se ha tomado todo el biberón y ahora mismo acabo de bañarla. Por aquí, doctor. Espero que lo encuentre todo en orden…
      La mujer los condujo por una estrecha escalera. Evidentemente, una de las alcobas era la de ella; la otra, con una gran ventana desde la cual se veían los tejados y el lago, albergaba una cuna con una bebé de cabellos oscuros y grandes ojos café.
      — Qué niña tan mona. — La señora Hysopi sonrió y la cogió en sus brazos -. Di hola a tu papi, ¿eh Elena? Bonita, bonita.
      Bothari permaneció en la puerta, observando a la criatura con cautela.
      — La cabeza le ha crecido mucho — observó después de un momento.
      — Es lo normal, entre los tres y los cuatro meses — observó la señora Hysopi.
      El doctor Henri extrajo sus instrumentos, los depositó en la cuna, y la señora Hysopi comenzó a desnudar a la pequeña. Los dos iniciaron una discusión técnica acerca de alimentación y materia fecal, y Bothari recorrió la pequeña habitación, mirando sin tocar. Se veía terriblemente grande y fuera de lugar entre los pequeños muebles infantiles. Parecía siniestro y peligroso en su uniforme color café y plata. Su cabeza rozó el techo inclinado, y el sargento regresó a la puerta.
      Asomada con curiosidad sobre los hombros de Henri e Hysopi, Cordelia observó cómo la niñita se movía y trataba de rodar. Bebés. Muy pronto tendría uno propio. Como respuesta a sus pensamientos, sintió, un temblor en el vientre. Afortunadamente, Piotr Miles no era aún lo bastante fuerte para salirse de una bolsa de papel, pero si su desarrollo continuaba a este ritmo, en los últimos meses le aguardarían largas noches de insomnio. Cordelia lamentó no haber tomado el curso de entrenamiento para padres allá en Colonia Beta, aunque aún no hubiese estado lista para solicitar una licencia. Sin embargo los padres en Barrayar parecían arreglárselas para improvisar. La señora Hysopi había aprendido sobre la marcha, y ya tenía tres hijos mayores.
      — Es sorprendente — dijo el doctor Henri, sacudiendo la cabeza mientras tomaba notas -. De momento, su desarrollo es absolutamente normal. Nada parece indicar que proviene de una réplica uterina.
      — Yo provengo de una réplica uterina — observó Cordelia, divertida. Henri la miró de arriba abajo, como si de pronto hubiese esperado descubrir una antena surgiendo de su cabeza -. Las experiencias betanesas sugieren que no importa tanto el modo en que uno llega aquí, sino qué se hace después de llegar.
      — Claro. — El doctor frunció el ceño con expresión pensativa -. ¿Y se encuentra libre de defectos genéticos?
      — Completamente — asintió Cordelia. — Nosotros necesitamos esta tecnología. — El médico suspiró y comenzó a guardar el instrumental -. La niña se encuentra bien, puede vestirla — dijo a la señora Hysopi.
      Al fin Bothari se asomó sobre la cuna y miró a la pequena con el ceño fruncido. Sólo la tocó una vez, posando un dedo sobre su mejilla, y luego se frotó el índice con el pulgar como si probara sus funciones nerviosas. La señora Hysopi lo estudió de soslayo, pero no dijo nada.
      Mientras Bothari arreglaba las cuentas del mes con la señora Hysopi, Cordelia y el doctor Henri fueron paseando hasta el lago, seguidos por Droushnakovi.
      — Cuando esas diecisiete réplicas uterinas llegaron al hospital, enviadas desde la zona de guerra en Escobar, quedé francamente consternado — dijo Henri -. ¿Para qué salvar a esos fetos desconocidos, y a un precio semejante? ¿Por qué dejarlos en mi departamento? Desde entonces he cambiado totalmente de opinión. Incluso he pensado en una forma de aplicar la tecnología en pacientes con quemaduras graves. Ahora me encuentro trabajando en ello, ya que hace una semana el proyecto fue aprobado. — Con ojos ansiosos le explicó su teoría, la cual era muy interesante hasta donde Cordelia alcanzaba a comprender.
      — Mi madre es ingeniero en equipos médicos y mantenimiento en el Hospital Silica — le explicó a Henri cuando él se detuvo para respirar -. Trabaja en esta clase de aplicaciones. — Henri redobló su exposición técnica.
      Cordelia saludó a dos mujeres en la calle y las presentó amablemente al doctor Henri.
      — Son esposas de dos Hombres de Armas del conde Piotr — le explicó cuando siguieron su camino.
      — Me extraña que no hayan preferido vivir en la capital.
      — Algunos lo hacen, y otros permanecen aquí. Resulta mucho más barato vivir en un pueblo, y la paga de estos sujetos no es tan alta como había imaginado. Además, algunos de ellos desconfían de la vida en la ciudad, y consideran que aquí las cosas son más puras. — Esbozó una sonrisa -. Hay uno de ellos que tiene una esposa en cada pueblo. Ninguno de sus compañeros lo ha delatado aún. Son muy leales entre ellos.
      Henri alzó las cejas.
      — Qué vida alegre debe llevar.
      — No lo crea. Siempre anda escaso de dinero y parece preocupado. Pero no logra decidir a qué estilo de vida renunciar. Al parecer, le gustan los dos.
      Cuando llegaron a los muelles y el doctor Henri se apartó para hablar con un anciano que alquilaba botes, Droushnakovi se acercó a Cordelia con expresión confusa.

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