Barrayar (íà èñïàíñêîì)
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(ñòð. 9)
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Bujold Lois McMaster |
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— Por Dios, no, por supuesto que no. Yo tampoco tengo que ir de forma oficial, pero… pero debo hacerlo. Seguramente comprenderás por qué. — No, a decir verdad no lo comprendo. A menos que lo hagas para castigarte a ti mismo. Aunque no estoy segura de que puedas permitirte ese lujo, considerando tu trabajo. — Yo debo ir. Un perro regresa al lugar donde ha vomitado, ¿verdad? Sus padres estarán allí, ¿lo sabías? Y también estará su hermano. — Qué costumbre tan bárbara. — Bueno, podríamos tratar al crimen como a una enfermedad, como hacéis vosotros los betaneses. Tú sabes lo que es eso. Al menos nosotros matamos al sujeto de golpe, en lugar de hacerlo poco a poco durante años. No lo sé. — ¿Cómo lo harán? — Lo decapitarán. Se supone que es el método menos doloroso. — ¿ Cómo lo saben? La risa de Aral no tuvo ningún dejo de humor. — Buena pregunta. Él no la abrazó al partir. Regresó apenas dos horas después, en silencio, para sacudir la cabeza cuando le ofrecieron el almuerzo, cancelar una cita que tenía por la tarde y retirarse a la biblioteca donde permaneció sentado, sin leer nada. Cordelia se reunió con él un rato más tarde, se acomodó en un sillón y aguardó con paciencia a que regresase con ella de donde fuera que estuviese con su mente. — El muchacho hubiese sido valiente — dijo Vorko-sigan después de una hora de silencio -. Se notaba que había planeado cada uno de sus gestos. Pero nadie más siguió el guión. Su madre le hizo perder el control. Y para colmo, el maldito verdugo falló el golpe. Tuvo que hacer tres cortes para que la cabeza se separara del tronco. — Parece que el sargento Bothari se las arregló mejor con una navaja de bolsillo. — Vorrutyer la había estado rondando más que de costumbre esa mañana, en forma lasciva. — No le faltó nada para ser perfectamente horrible. Su madre me maldijo, hasta que Evon y el conde Vorhalas se la llevaron de allí. — Entonces su voz abandonó el tono inexpresivo -. ¡Oh, Cordelia! ¡No puede haber sido la decisión correcta! Sin embargo… sin embargo no podía hacer nada más, ¿verdad? Entonces Vorkosigan se acercó a ella y la abrazó en silencio. Parecía a punto de llorar, y casi la atemorizaba más el hecho de que no lo hiciera. Al fin las tensiones lo abandonaron. — Supongo que será mejor que me tranquilice y vaya a cambiarme. Vortala tiene programada una entrevista con el ministro de Agricultura, y es demasiado importante como para que no esté presente. Después de eso está el Estado Mayor… — Para cuando partió, ya había recuperado el dominio de sí mismo. Esa noche permaneció despierto largo rato, tendido a su lado. Tenía los ojos cerrados, pero por su respiración ella sabía que no dormía. A Cordelia no se le ocurrió ni una palabra de consuelo que no le pareciese absurda, por lo que se mantuvo en silencio con él en la vigilia de la noche. Fuera comenzó a llover, una persistente llovizna. Él habló una vez. — He visto a hombres morir antes de esto. Ordené ejecuciones, di la orden para que hombres entraran en batalla, escogí a éstos en lugar de aquéllos, cometí tres asesinatos y de no haber sido por la gracia de Dios y del sargento Bothari, hubiese cometido un cuarto… No sé por qué éste me ha golpeado como un muro. Me ha detenido, Cordelia. Y yo no puedo detenerme, de lo contrario nos derrumbaremos todos juntos. Debo seguir adelante de alguna manera. Cordelia despertó en la oscuridad con un ruido de cristales rotos y un disparo suave, y contuvo el aliento sobresaltada. Un olor acre le quemaba los pulmones, la boca, la nariz y los ojos. Un sabor desagradable le provocó náuseas. A su lado, Vorkosigan despertó con una maldición. — ¡Una granada de soltoxina! ¡No respires, Cordelia! — Con un grito más fuerte, le colocó una almohada sobre el rostro y sus fuertes brazos la arrastraron fuera de la cama. Ella vomitó al instante de levantarse, llegó tambaleando hasta el pasillo, y él cerró la puerta de la alcoba en cuanto hubieron salido. El piso se llenó de pasos que corrían. Vorkosigan gritó: — ¡Atrás! ¡Gas de soltoxina! ¡Despejen el piso! ¡Llamen a Illyan! — Cordelia se dobló, tosiendo y sufriendo arcadas. Otras manos los condujeron hasta la escalera. Cordelia apenas si veía nada, ya que tenía los ojos velados por las lágrimas. Entre espasmos, Vorkosigan alcanzó a decir: — Ellos tienen el antídoto… en la Residencia Imperial… está más cerca que el Hospital Militar… traigan a Illyan de inmediato. Él sabrá qué hacer. A la ducha… ¿dónde está la doncella de mi esposa? Traigan una doncella… Momentos después la introducían bajo una ducha de la planta baja. Vorkosigan todavía se encontraba a su lado. Temblaba y apenas si lograba mantenerse en pie, pero aun así, intentaba ayudarla. — Lávate bien todo el cuerpo, varias veces. No te detengas. Manten el agua fría. — Tú también, entonces. ¿Qué era esa basura? — Cordelia volvió a toser bajo la ducha, y se ayudaron el uno al otro con el jabón. — Lávate la boca también… Soltoxina. Han pasado quince o dieciséis años desde la última vez en que percibí este hedor, pero uno nunca lo olvida. Es un gas venenoso, de uso militar. Debería permanecer bajo estricto control. ¿Cómo diablos han logrado apoderarse de…? ¡Maldita seguridad! Mañana andarán de un lado al otro como gallinas mojadas… demasiado tarde. — Su rostro estaba de un blanco verdoso bajo la barba de la noche. — Me encuentro un poco mejor — dijo Cordelia -. Las náuseas están pasando. ¿La dosis fue demasiado pequeña? — No, pero actúa lentamente. No tarda mucho tiempo en acabar contigo. Afecta principalmente a los tejidos blandos… los pulmones se convertirán en gelatina en una hora, si el antídoto no llega pronto. Cordelia sintió que el terror comenzaba a crecer en sus entrañas. — ¿Atraviesa la barrera placentaria? Él guardó silencio demasiado tiempo antes de decir: — No estoy seguro. Tendremos que preguntárselo al médico. Sólo he visto los efectos en hombres jóvenes. — Vorkosigan sufrió otro prolongado acceso de tos. Una de las criadas del conde Piotr llegó, desgreñada y asustada, para ayudar a Cordelia y al guardia aterrorizado que los había estado asistiendo. Otro guardia se acercó para informarles: — Nos hemos puesto en contacto con la Residencia Imperial, señor. Ya están en camino. La garganta, los bronquios y los pulmones de Cordelia comenzaban a llenarse de flemas. Ella tosió y escupió. — ¿Alguien ha visto a Drou? — Creo que salió tras los asesinos, señora. — No es su trabajo. Cuando suena la alarma, se supone que debe correr en busca de Cordelia — gruñó Vorkosigan, y comenzó a toser otra vez. — En el momento del ataque ella estaba abajo, con el teniente Koudelka. Ambos salieron por la puerta trasera. — Mierda — murmuró Vorkosigan -, tampoco es trabajo de él. — Sus esfuerzos para hablar le causaron otro ataque de tos -. ¿Han atrapado a alguien? — Creo que sí, señor. Hubo una especie de alboroto en el fondo del jardín, junto al muro. Permanecieron bajo el agua varios minutos más, hasta que el guardia volvió a entrar. — El médico de la Residencia Imperial está aquí, señor. La doncella envolvió a Cordelia en una bata y Vorkosigan se cubrió con una toalla, gruñendo al guardia: — Ve a buscarme algo de ropa, muchacho. — Su voz era muy ronca. En la alcoba de huéspedes, un hombre de mediana edad con el cabello despeinado, vestido con un pantalón, una chaqueta de pijama y zapatillas, estaba desembalando sus equipos médicos. Extrajo una caja presurizada y le ajustó una máscara para respirar, mirando el abdomen abultado de Cordelia y luego a Vorkosigan. — Señor, ¿está seguro de haber identificado bien el veneno? — Por desgracia, sí. Era soltoxina. El doctor inclinó la cabeza. — Lo siento, señora. — ¿Esto perjudicará a mi…? — Se ahogó con la mucosidad. — Cállese y atiéndala — gruñó Vorkosigan. El médico le colocó la máscara sobre la nariz y la boca. — Respire profundamente. Inspire, espire. Siga espirando. Ahora inspire. Conténgalo… El gas antídoto tenía un sabor más fresco, pero era casi tan nauseabundo como el veneno. Cordelia sintió que se le revolvía el estómago, pero no tenía nada que vomitar. Observó a Vorkosigan por encima de la máscara. Él la miraba y trataba de ofrecerle una sonrisa tranquilizadora, pero su rostro parecía cada vez más gris y extenuado. Cordelia estaba segura de que él había estado expuesto a una dosis mayor que ella, y se quitó la máscara para decir: — ¿No es tu turno? El médico se la volvió a colocar. — Una vez más, señora, para estar seguros — le dijo. Ella inhaló profundamente, y el hombre le retiró la máscara para colocársela a Vorkosigan, quien no pareció necesitar instrucciones sobre el modo de emplearla. — ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la exposición? — preguntó el médico con ansiedad. — No estoy segura. ¿Alguien vio la hora? Usted, eh… — Había olvidado el nombre del joven guardia. — Creo que unos quince o veinte minutos, señora. El doctor se relajó visiblemente. — Entonces, todo debe estar bien. Ambos permanecerán en el hospital durante unos días. Haré los arreglos para que envíen un transporte médico. ¿Alguien más estuvo expuesto? — preguntó al guardia. — Espere, doctor. — Él había guardado sus instrumentos y se estaba dirigiendo hacia la puerta -. ¿Qué… qué efectos causará la soltoxina sobre mi bebé? Él no la miró a los ojos. — No puedo saberlo. Nadie ha sobrevivido a ello sin recibir tratamiento inmediato con el antídoto. Cordelia sintió que el corazón le golpeaba en el pecho. — Pero si he recibido el tratamiento… — No le gustaba la expresión compasiva de su rostro, y se volvió hacia Vorkosigan -. ¿Qué puede…? — Se detuvo paralizada ante su expresión de dolor y de ira. Era el rostro de un desconocido con la mirada de un amante, y sus ojos finalmente buscaron los de ella. — Dígaselo — le susurró al médico -. Yo no puedo. — ¿Es necesario que la perturbemos…? — Ahora. Terminemos con esto. — El problema es el antídoto, señora — informó el médico de mala gana -. Es un violento teratógeno. Detiene el desarrollo normal de los huesos en el feto. Los huesos de usted son adultos, y, por lo tanto, no se verá afectada. Tal vez comience a sufrir cierta tendencia a la artritis, pero en ese caso podremos tratarla… — Se detuvo al ver que ella cerraba los ojos, dejándolo fuera -. Debo ir en busca de ese guardia — añadió. — Vaya — le respondió Vorkosigan. El hombre dejó paso al guardia que traía las ropas del regente, y se marchó. Ella abrió los ojos, y los dos se miraron. — Esa expresión en tu rostro… — susurró él -. No es… Llora. ¡Grita! ¡Haz algo! — gritó con voz ronca -. ¡Al menos ódiame! — Aún no puedo sentir nada — murmuró Cordelia -. Mañana tal vez. — Sentía una llamarada en la respiración. Murmurando una maldición, Vorkosigan se vistió con su uniforme verde. — Puedo hacer una cosa. Era el rostro del desconocido, tomando posesión otra vez. Las palabras resonaron en la memoria de Cordelia. Si la Muerte vistiera un uniforme verde, se vería exactamente como él. — ¿Adonde vas? — A ver qué ha atrapado Koudelka. — Cordelia lo siguió -. Quédate aquí — le ordenó. — No. Vorkosigan le dirigió una mirada iracunda, pero ella ignoró su expresión. — Iré contigo. — Entonces, ven. — Dio media vuelta y se dirigió a la escalera con la espalda muy erguida. — No matarás a nadie delante de mí — dijo ella furiosamente, bajando la voz. — ¿Eso crees? — replicó él -. ¿Eso crees? — Murmuró de nuevo. Sus pies descalzos pisaban con fuerza los peldaños de piedra. El gran vestíbulo de entrada era un caos, lleno de sus guardias, los hombres del conde y varios médicos. Un hombre con el uniforme negro de los guardias nocturnos estaba tendido en el suelo, asistido por un doctor. Ambos estaban empapados por la lluvia y sucios de barro, rodeados por un charco de agua ensangrentada. El comandante Illyan, con el cabello mojado por la lluvia, acababa de entrar por la puerta principal junto a un ayudante. — Avísenme en cuanto lleguen los técnicos con el detector — decía -. Mientras tanto, que nadie se acerque a ese muro ni al callejón. »¡Señor! — exclamó al ver a Vorkosigan -. ¡Gracias a Dios que se encuentra bien! Vorkosigan emitió un gruñido y no dijo nada. Rodeado por varios hombres, el prisionero tenía el rostro contra la pared, con una mano sobre la cabeza y la otra en una postura extraña, junto al cuerpo. Droushnakovi se hallaba junto a él, sujetando una ballesta metálica de brillo perverso. Evidentemente, el arma había sido utilizada para lanzar la granada de gas a través de la ventana. Drou tenía una marca amoratada en el rostro y le sangraba la nariz. Su bata de noche tenía varias manchas. Koudelka también se encontraba allí, apoyado sobre su espada, arrastrando una pierna. Llevaba puesto un uniforme húmedo y fangoso, con unas zapatillas, y en su rostro había una expresión amarga. — Lo hubiera atrapado — estaba diciendo -, si no hubieras aparecido gritando… — ¡Oh, vamos! — replicó Droushnakovi -. Bueno, discúlpame, pero yo no lo veo de ese modo. Más bien me parece que él te había atrapado a ti… te había derribado de un golpe. Si no hubiera visto sus piernas tratando de escalar el muro… — ¡Basta! ¡Vorkosigan está aquí! — susurró otro guardia. Los hombres se volvieron hacia él y retrocedieron. — ¿Cómo logró entrar? — comenzó Vorkosigan, y entonces se detuvo. El hombre vestía el uniforme de fajina perteneciente al Servicio -. No será uno de sus hombres, ¿verdad, Illyan? — Su voz sonaba como metal sobre piedra. — Señor, debemos llevarlo con vida para interrogarlo — dijo Illyan con inquietud junto a Vorkosigan. Parecía hipnotizado por la misma mirada que había hecho retroceder a los guardias -. Es posible que haya otros en la conspiración. Usted no puede… Entonces el prisionero se volvió hacia sus captores. Un guardia se dispuso a empujarlo nuevamente contra la pared, pero Vorkosigan se lo impidió. Cordelia no podía ver el rostro de su esposo ya que en ese momento se encontraba detrás de él, pero sus hombros perdieron la tensión asesina, y la ira pareció desaparecer de su espina dorsal, dejando nada más que dolor. Sobre el cuello negro sin insignias estaba el rostro devastado de Evon Vorhalas. — Oh, no — susurró Cordelia -. Los dos no. La respiración de Vorhalas se aceleró de odio al ver a Vorkosigan. — Asqueroso tirano. Tienes la sangré fría como una víbora. Sentado allí, como una piedra, mientras le arrancaban la cabeza. ¿Sentiste algo? ¿O fue un placer para ti, mi querido regente? En ese momento juré que me vengaría. Se produjo un largo silencio y entonces Vorkosigan se acercó a él, apoyando un brazo contra la pared. — Fallaste conmigo, Evon. Vorhalas le escupió en el rostro. Su saliva estaba sangrienta por la herida que tenía en la boca. Vorkosigan no se movió para limpiarse. — Fallaste también con mi esposa — continuó con una cadencia lenta y suave -. Pero lograste lastimar a mi hijo. ¿Soñabas con vengarte? Lo has logrado. Mírala a los ojos, Evon. Cualquier hombre podría ahogarse en esos ojos grises como el mar. Yo tendré que mirarlos cada día durante el resto de mi vida. Por lo tanto, disfruta de tu venganza, Evon. Acaricíala. Utilízala para abrigarte en las noches frías. Es toda tuya. Te la dejo como testamento. En cuanto a mí, me he hartado de ella hasta el punto de sentir náuseas, y me ha revuelto el estómago. Entonces Vorhalas alzó la vista y, por primera vez, sus ojos se posaron en Cordelia. Ella pensó en la criatura de su vientre, en los delicados huesos cartilaginosos que tal vez en ese mismo instante comenzaban a pudrirse, a retorcerse, a desintegrarse, pero aunque por un momento intentó odiar a Vorhalas, no lo consiguió. Ni siquiera logró encontrarlo desconcertante. Tuvo la sensación de que podía ver claramente a través de su alma herida, así como los médicos veían el interior de un cuerpo herido con sus instrumentos de diagnóstico. Cada desgarro y desgaste emocional, cada pequeño cáncer de resentimiento que crecía en ellos, y, por encima de todo, la gran cuchillada que había causado la muerte de su hermano. — Él no lo disfrutó, Evon — dijo Cordelia -. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Lo sabes? — Que tuviera un poco de compasión humana — replicó él -. Podría haber salvado a Cari. Hasta el último momento tuvo esa posibilidad. En un principio pensé que ése era el motivo de su presencia. — Oh, Dios — dijo Vorkosigan. Pareció aún más enfermo al comprender las falsas esperanzas que había suscitado -. ¡Yo no realizo representaciones teatrales con las vidas humanas, Evon! Vorhalas alzó su odio frente a él como un escudo. — Vete al infierno. Vorkosigan suspiró y se apartó de la pared. El médico los aguardaba para trasladarlos al Hospital Imperial. — Lléveselo, Illyan — dijo Cordelia -. Necesito saber… necesito preguntarle una cosa. Vorhalas le dirigió una mirada sombría. — ¿Éste era el resultado que buscabas? Quiero decir… al elegir esa arma en particular. Ese veneno conncreto. Él apartó la vista de ella y habló mirando a la pared opuesta. — Fue lo que pude coger de la armería. No creí que lograsen identificarlo y trajeran el antídoto a tiempo desde el Hospital Militar. — Me has aliviado de una carga — susurró ella. — El antídoto provino de la Residencia Imperial — le explicó Vorkosigan -. Se encuentra mucho más cerca. En la enfermería del emperador hay de todo. En cuanto a la identificación… yo estuve allí, en la destrucción del motín de Karian. Tenía aproximadamente tu edad, o tal vez era un poco más joven. Ese olor me lo hizo recordar todo: los muchachos tosiendo sangre con los pulmones deshechos… — Pareció sumirse en el pasado. — No tenía la intención de matarla. Usted sólo se encontraba en el camino entre él y yo. — Vorhalas agitó una mano en dirección a su vientre -. No era el resultado que buscaba. Yo quería matarlo a él. Ni siquiera sabía con certeza si compartían la misma habitación por las noches. — Ahora miraba en todas direcciones, pero nunca hacia su rostro -. Nunca pensé en matar a su… — Mírame — gimió Cordelia -, y pronuncia la palabra en voz alta. — Hijo — susurró él y, de pronto, rompió a llorar. Vorkosigan dio un paso atrás y se situó junto a ella. — Lamento que hayas hecho eso — le murmuró -. Me recuerda a su hermano. ¿Por qué soy el símbolo de la muerte para esta familia? — ¿Todavía quieres que disfrute su venganza? Él posó la frente sobre su hombro unos momentos. — Ni siquiera eso. Tú nos dejas sin nada, mi querida capitana. Pero, oh… — Posó la mano sobre su vientre, pero la retiró al recordar que todos los ojos los observaban. Vorkosigan enderezó la espalda -. Presénteme un informe completo por la mañana, Illyan. En el hospital. Entonces la cogió por el brazo y ambos salieron tras el médico. Cordelia no supo si había sido para ofrecerle su consuelo o para apoyarse en ella. En el Hospital Militar Imperial, Cordelia se vio rodeada de profesionales que la llevaban como por un río. Médicos, enfermeras, guardias. La separaron de Aral en la puerta, y Cordelia se sintió muy inquieta y perdida entre tanta gente. Sólo pronunció algunos saludos automáticamente, esperando que la conmoción le produjese un estado de inconsciencia, de aturdimiento, de locura negadora, de alucinación, de cualquier cosa. En lugar de ello, sólo se sentía cansada. El bebé se movía en su interior; evidentemente, el antídoto teratógeno era un veneno de acción muy lenta. Todavía les quedaba algún tiempo para estar juntos, y ella lo amó a través de su piel, deslizando los dedos en un lento masaje sobre el abdomen. Bienvenido a Barrayar, hijo mío, la morada de los caníbales; en este lugar ni siquiera esperan los acostumbrados dieciocho o veinte años para devorarte. Planeta voraz. Cordelia fue alojada en una lujosa habitación privada en el ala VIP, la cual había sido preparada a toda prisa para su uso exclusivo. Se sintió aliviada al descubrir que Vorkosigan se había instalado al otro lado del pasillo. Vestido con su pijama militar, él se acercó a su cama para arroparla. Cordelia logró esbozar una pequeña sonrisa para él, pero no trató de sentarse. La fuerza de la gravedad la estaba hundiendo hacia el centro del mundo. Lo único que le impedía sumirse era la rigidez de la cama, el edificio, la corteza del planeta, no su propia voluntad. Vorkosigan fue seguido por un enfermero ansioso. — Recuerde, señor. No debe tratar de hablar demasiado hasta que el médico le haya irrigado la garganta. La luz gris del amanecer empalidecía las ventanas. Él se sentó en el borde de la cama. — Estás fría, mi querida capitana — murmuró con voz ronca mientras le frotaba la mano. Ella asintió con la cabeza. Le dolía el pecho, tenía la garganta irritada y le ardían los senos paranasales. — Nunca debí dejarme convencer cuando me ofrecieron este trabajo — continuó él -. Lo siento tanto… — Yo también ayudé a convencerte. Tú trataste de advertirme. No es culpa tuya. Parecías la persona adecuada. Eres la persona adecuada. Vorkosigan sacudió la cabeza. — No hables. Se forman cicatrices en las cuerdas vocales. — ¡Ja! — exclamó Cordelia con amargura, y posó un dedo sobre sus labios cuando él comenzó a hablar otra vez. Vorkosigan asintió con la cabeza, resignado, y permanecieron mirándose el uno al otro un buen rato. Él apartó el cabello de su frente con suavidad, y ella buscó el consuelo de su mano contra la mejilla. Al fin llegó una cuadrilla de médicos y técnicos que se lo llevaron para iniciar el tratamiento. — Vendremos a verla ahora mismo, señora — le prometió el jefe del equipo. Regresaron después de un rato para hacerla gargarizar un desagradable líquido rosado y respirar en una máquina, y luego volvieron a marcharse. Una enfermera le llevó el desayuno, pero Cordelia no lo tocó. Entonces un comité de médicos entró en su habitación con rostros sombríos. El que había acudido en medio de la noche ahora estaba acicalado y vestido con ropas de civil. El médico personal de Cordelia se encontraba acompañado por un hombre más joven, vestido con un uniforme verde del Servicio que lucía insignias de capitán en el cuello. Ella miró los tres rostros y pensó en el Cancerbero. Su médico le presentó al desconocido. — Es el capitán Vaagen, del instituto de investigaciones perteneciente al Hospital Militar Imperial. Es nuestro residente experto en venenos militares. — ¿En inventarlos o en recoger sus despojos, capitán? — preguntó Cordelia. — Ambas cosas, señora. — Él se encontraba en una postura de descanso algo agresiva. Su médico no tenía una expresión muy animada, aunque sus labios sonreían. — El regente me ha pedido que le informe del programa de tratamiento indicado. Me temo… — carraspeó — que lo mejor será efectuar el aborto de inmediato. Su embarazo ya se encuentra bastante avanzado, y, para lograr su recuperación, conviene aliviarla de la tensión psicológica lo antes posible. — ¿Es lo único que se puede hacer? — preguntó ella con desesperación, aunque conocía de antemano la respuesta por la expresión de sus rostros. — Me temo que sí — respondió su médico con tristeza. El hombre de la Residencia Imperial asintió con un gesto para confirmar sus palabras. — He estado revisando algunos libros — dijo el capitán de improviso, mientras miraba por la ventana -, y se hicieron algunos experimentos con calcio. Claro que los resultados obtenidos no fueron particularmente alentadores… — Pensé que habíamos acordado no hablar del asunto — intervino el hombre de la Residencia. — Vaagen, eso es una crueldad — protestó el médico de Cordelia -. Está alimentando falsas esperanzas. No puede convertir a la esposa del regente en uno de sus animales de laboratorio. Tiene el permiso del regente para realizar la autopsia, confórmese con eso. En un segundo, mientras observaba el rostro del hombre con ideas, el mundo de Cordelia volvió a enderezarse. Ella conocía a los de su tipo: orgullosos y engreídos, pero algunas veces alcanzaban sus objetivos. Pasaban de una monomanía a otra corno una abeja polinizando flores, y recogían pocos frutos pero dejaban atrás sus semillas. Personalmente, a los ojos de ese hombre, ella no era más que material virgen para iniciar una monografía. Los riesgos que ella corría no le importaban; ella no era una persona, sino una enfermedad. Cordelia le sonrió lentamente, reconociéndolo como un aliado en campo enemigo. — ¿Cómo está usted, doctor Vaagen? ¿Qué le parecería escribir el artículo médico de su vida? El hombre de la Residencia Imperial emitió una risa. — Ella ha comprendido sus intenciones, Vaagen. Él le devolvió la sonrisa, sorprendido. — Entenderá que no puedo garantizar resultados… — ¡Resultados! — lo interrumpió el médico de Cordelia -. Dios mío, será mejor que le comunique cuál es su idea de un resultado. O enséñele fotografías… no, no haga eso. Señora — se volvió hacia ella -, los tratamientos de los que habla se intentaron por última vez hace veinte años. Causaron un daño irreparable a las madres. Y los resultados… lo mejor que se puede esperar es un tullido. Tal vez algo peor. Indescriptiblemente peor. — Una medusa sería una descripción bastante aceptable — dijo Vaagen. — ¡Usted es inhumano, Vaagen! — replicó el médico de Cordelia, quien la observó unos momentos para verificar su estado de angustia. — ¿Una medusa viable, doctor Vaagen? — preguntó Cordelia, muy interesada. — Hum. Tal vez — respondió él, inhibido por las miradas furibundas de sus colegas -. Pero existe la dificultad de lo que ocurre con las madres cuando el tratamiento se aplica in vivo. — ¿Y qué? ¿Entonces no puede hacerlo in vitral — Cordelia formuló la pregunta obvia. Vaagen dirigió una mirada triunfante a su médico. — Desde luego, abriría muchas posibilidades de experimentación, si pudiera arreglarse — murmuró al techo. — ¿In vitro? — dijo el hombre de la Residencia Imperial, confundido -. ¿Cómo? — ¿Por qué pregunta eso? — dijo Cordelia -. Ustedes tienen diecisiete réplicas uterinas fabricadas en Escobar. Fueron traídas después de la guerra y se encuentran aquí, guardadas en algún armario. — Se volvió hacia el doctor Vaagen con entusiasmo -. ¿Por casualidad no conocerá al doctor Henri? Vaagen asintió con la cabeza. — Hemos trabajado juntos. — ¡Entonces, lo sabe todo al respecto! — Bueno, no todo exactamente. Pero eh… en realidad, él me ha informado de que se encuentran disponibles. Aunque usted debe comprender que yo no soy un obstetra. — Ya lo creo que no — bufó el médico de Cordelia -. Señora, este hombre ni siquiera es médico. Es sólo un bioquímico. — Pero usted es un obstetra — objetó ella -. Entonces tenemos el equipo completo. El doctor Henri y el capitán Vaagen se ocuparán de Piotr Miles, y usted realizará la transferencia. El médico apretaba los labios y sus ojos tenían una expresión muy extraña. Cordelia necesitó unos momentos para identificarla como miedo. — Yo no podré hacer la transferencia, señora — le respondió -. No sé cómo hacerla. Nadie en Barrayar ha realizado una operación semejante. — Entonces, ¿no lo aconseja? — Definitivamente no. La posibilidad de causar un daño permanente… después de todo, dentro de unos meses podrá volver a intentarlo, siempre y cuando la zona testicular de su esposo no se haya visto afectada. Podrá volver a comenzar. Yo soy su médico, y ésa es mi opinión. — Sí, siempre y cuando antes de eso alguien no logre derribar a Aral. Debo recordar que esto es Barrayar, donde las personas están tan enamoradas de la muerte que entierran a hombres que todavía alientan. ¿Usted está dispuesto a intentar la operación? Él se irguió con dignidad. — No, señora. Y es definitivo. — Muy bien. — Señaló a su médico con el dedo -. Queda despedido. Entonces — se volvió hacia Vaagen -, usted estará a cargo de este caso. Confío en usted para que me encuentre un cirujano… o un estudiante de medicina, o un veterinario, o alguien que esté dispuesto a intentarlo. Y entonces podrá experimentar cuanto desee. Vaagen pareció ligeramente triunfante; su ex médico parecía furioso. — Será mejor que averigüemos la opinión del regente antes de seguir alentando a su esposa en este falso optimismo. Vaagen pareció un poco menos triunfante. — ¿Piensa hablar con él ahora mismo? — preguntó Cordelia. — Lo siento, señora — dijo el hombre de la Residencia Imperial -. Pero creo que lo mejor será acabar con esto lo antes posible. Usted no conoce la reputación del capitán Vaagen. Lamento ser tan brusco, Vaagen, pero a usted le gusta construir imperios, y esta vez ha llegado demasiado lejos. — ¿Su ambición es contar con una ala propia para efectuar investigaciones, Vaagen? — le preguntó Cordelia. Él se alzó de hombros, más avergonzado que ofendido, por lo que ella comprendió que, al menos en parte, las palabras del hombre de la Residencia debían de ser verdad. Cordelia clavó la vista en Vaagen y trató de pensar en el mejor modo de avivar su ingenio. — Tendrá todo un instituto si logra llevar esto a cabo. A él — agrego señalando el pasillo con un movimiento de cabeza — dígale que yo se lo prometí. Los tres hombres se retiraron. Cordelia permaneció tendida en la cama y silbó una pequeña melodía silenciosa, mientras sus manos continuaban el pequeño masaje abdominal. La gravedad había dejado de existir.
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