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Barrayar (íà èñïàíñêîì)

ModernLib.Net / Bujold Lois McMaster / Barrayar (íà èñïàíñêîì) - ×òåíèå (ñòð. 2)
Àâòîð: Bujold Lois McMaster
Æàíð:

 

 


      — Ezar me protegió de Serg cuando quedé embarazada. Hacía más de un año que no veía a mi marido cuando lo mataron en Escobar.
      Tal vez yo tampoco vuelva a mencionar al príncipe Serg.
      — Ezar fue un gran protector. Espero que Aral lo haga igual de bien — dijo Cordelia. ¿No se estaba anticipando al referirse al emperador Ezar en tiempo pasado? Todos los demás parecían hacerlo.
      Kareen pareció regresar de una ausencia y sacudió la cabeza para despejarse.
      — ¿Desea te, señora Vorkosigan?
      Esbozó una sonrisa. Tocó un intercomunicador oculto en la joya que llevaba prendida al hombro y dio algunas órdenes domésticas. Al parecer, la entrevista personal había concluido. Ahora la capitana Naismith debía tratar de averiguar cómo actuaba la señora Vorkosigan cuando tomaba el té con una princesa.
      Gregor y la guardaespaldas aparecieron de nuevo cuando comenzaban a servirse los pasteles de crema, y el pequeño logró seducirlas para que le permitiesen comer otra porción. Kareen se negó con firmeza cuando llegó el momento de la tercera. El hijo del príncipe Serg parecía un niño completamente normal, aunque se mostraba algo retraído ante los desconocidos. Con profundo interés personal, Cordelia lo miró junto a su madre. La maternidad. Todas lo hacían. ¿Cuan difícil podía llegar a ser?
      — ¿Qué le ha parecido hasta el momento su nueva casa, señora Vorkosigan? — preguntó la princesa a modo de amable conversación. Ahora estaban tomando el té; no era momento de mostrar los rostros al desnudo. No delante de los niños.
      Cordelia lo pensó unos momentos. — El palacio de la campiña, Vorkosigan Surleau, es realmente hermoso. Ese lago maravilloso es más grande que cualquiera que exista en Colonia Beta, y sin embargo Aral lo considera normal. Su planeta es de una belleza inconmensurable. — Su planeta. ¿No es también mi planeta? En una prueba de asociación libre, «su casa» todavía estaba unido a «Colonia Beta» en la mente de Cordelia. Sin embargo se sentía capaz de permanecer para siempre junto al lago, descansando en los brazos de Vorkosigan -. La capital es… bueno, sin duda es más variada que nada de lo que tenemos en ca… en Colonia Beta. No obstante — agregó con una risita cohibida -, parece haber soldados por todas partes. La última vez que me vi rodeada por tantos uniformes verdes estaba en un campo de prisioneros de guerra.
      — ¿Aún nos ve como al enemigo? — preguntó la princesa con curiosidad.
      — Oh, dejé de considerarlos así incluso antes de que terminara la guerra. No eran más que una colección de víctimas.
      — Tiene usted unos ojos penetrantes, señora Vorkosigan. — La princesa tomó un sorbo de té y sonrió dentro de la taza. Cordelia parpadeó.
      — La Residencia Vorkosigan suele tener una atmósfera de cuartel cuando el conde Piotr reside allí — comentó -. Todos esos hombres de librea. Creo que he visto a un par de criadas barriendo por algún rincón, pero aún no he hablado con ninguna. Un cuartel barrayarés. En Beta mi servicio fue algo completamente distinto.
      — Mixto — dijo Droushnakovi. ¿Fue envidia lo que brilló en sus ojos? -. Hombres y mujeres sirviendo por igual.
      — Los puestos se otorgan tras una prueba de aptitud — le explicó Cordelia -. Estrictamente. Por supuesto, las tareas que requieren un mayor esfuerzo físico son i asignadas a los hombres, pero no parecen estar tan obsesionados con las categorías.
      — Existe el respeto — suspiró Droushnakovi.
      — Bueno, si las personas arriesgan la vida por su comunidad, es lógico que sean respetadas — señaló Cordelia con calma -. Supongo que echo de menos a mis compañeras oficiales. Las mujeres inteligentes, las técnicas, mi grupo de amigas allá en casa. — Allí estaba esa palabra tramposa otra vez -. Con tantos hombres inteligentes como los que tienen aquí, deben de haber también mujeres brillantes en alguna parte. ¿Dónde se esconden?
      Cordelia cerró la boca, ya que de pronto se le ocurrió pensar que Kareen podía interpretar sus palabras como un insulto. Aunque agregar «exceptuando las presentes» sin duda la dejaría en peor posición.
      No obstante si Kareen la interpretó de esa manera, no lo demostró, y el regreso de Aral e Illyan rescató a Cordelia de la posibilidad de cometer otras torpezas. Los tres se despidieron amablemente y regresaron a la Residencia Vorkosigan.
      — El capitán Negri ha asignado a la señorita Droushnakovi para que se encargue de la seguridad personal de la regente consorte — les explicó Illyan brevemente. Aral asintió con un gesto.
      Más tarde, Droushnakovi entregó a Cordelia una nota sellada. Alzando las cejas, Cordelia la abrió. La letra era pequeña y clara, la firma legible y sin rúbrica.
      Con mis saludos, decía. Ella sabrá servirla bien. Kareen.
      Esa noche el comandante Illyan se presentó en la Residencia Vorkosigan seguido por Droushnakovi. Aferrada a una gran maleta, la joven miró a su alrededor con los ojos brillantes de interés.

2

      A la mañana siguiente, Cordelia despertó para descubrir que Vorkosigan ya se había marchado, y que ella debía enfrentarse a su primer día en Barrayar sin la compañía de su esposo. Decidió dedicarlo a la compra que había decidido efectuar la noche anterior, cuando observó a Koudelka esforzándose por bajar la escalera en espiral. Sospechaba que Droushnakovi sería la guía ideal para lo que tenía pensado.
      Cordelia se vistió y salió en busca de su guardaespaldas. No le resultó difícil encontrarla. Droushnakovi estaba sentada en el pasillo, justo al otro lado de su puerta, y se levantó al verla aparecer. Esa muchacha debería vestirse con uniforme, reflexionó Cordelia. El vestido que llevaba no cuadraba con su metro ochenta y cinco de altura, ni tampoco con su excelente musculatura. Entonces se preguntó si, como regente consorte, le permitirían vestirla con librea, y durante el desayuno se entretuvo diseñando mentalmente un traje que sentara bien a la belleza valquiria de la muchacha.
      — ¿Sabes?, eres la primera guardia barrayaresa que he conocido — le comentó Cordelia mientras se tomaba un huevo con café y una especie de cereales al vapor con mantequilla, los cuales constituían el principal alimento de los desayunos del lugar -. ¿Cómo te iniciaste en esta de clase de trabajo?
      — Bueno, no soy una verdadera guardia, como los hombres de librea…
      Ah, la magia de los uniformes otra vez.
      —… pero mi padre y mis tres hermanos están en el Servicio. Es lo más cerca que pude llegar de convertirme en un verdadero soldado, como usted.
      Desesperada por el Ejército, como el resto de Barrayar.
      — ¿Sí?
      — De joven practicaba judo como deporte. Pero era L demasiado corpulenta para las clases femeninas. No podía practicar en serio con nadie, y me resultaba muy aburrido. Mis hermanos comenzaron a hacerme entrar de tapadillo en sus clases. Una cosa condujo a la otra. Fui la campeona femenina de Barrayar dos años seguidos. Entonces, hace tres años, un nombre del capitán Negri se me acercó con una oferta de trabajo. Entonces comencé a entrenarme con armas. Por lo visto hacía años que la princesa pedía guardias femeninas, pero hasta entonces no habían encontrado a nadie que pasase todas las pruebas. — La muchacha esbozó una sonrisa -. Aunque no creo que la mujer que asesinó al almirante Vorrutyer necesite mis pobres servicios.
      Cordelia se mordió la lengua.
      — Bueno, sólo fue cuestión de suerte. Además, en este momento no quisiera realizar ningún esfuerzo físico. Estoy embarazada, ¿sabes?
      — Sí, señora. Estaba en uno de los…
      — Informes del capitán Negri — finalizó Cordelia al unísono con ella -. No me extraña. Es probable que lo supiera antes que yo misma.
      — Sí, señora.
      — ¿Te alentaron en tus intereses cuando eras una niña?
      — En realidad, no. Me consideraban un bicho raro. — Droushnakovi frunció el ceño y Cordelia tuvo la sensación de que había despertado un recuerdo doloroso.
      Observó a la muchacha con expresión pensativa.
      — ¿Tus hermanos son mayores?
      Droushnakovi la miró con sus ojos azules abiertos de par en par.
      — Pues, sí.
      — Me lo imaginaba. — Y yo temía a Barrayar por lo que le hacía a sus hijos. No me extraña que les resulte difícil encontrar a alguien quépase las pruebas -. Así que has recibido entrenamiento con armas. Excelente. Entonces hoy podrás guiarme; tenía pensado ir de compras.
      La expresión de Droushnakovi pareció algo abatida.
      — Sí, señora. ¿Qué clase de prendas desea comprar? — preguntó amablemente, sin ocultar del todo la decepción que sentía ante los intereses de su «verdadera» mujer soldado.
      — ¿Adonde irías en esta ciudad para comprar un buen bastón de estoque?
      La expresión abatida desapareció.
      — Oh, conozco el sitio perfecto. Es donde acuden los oficiales Vor y los condes para abastecer a sus hombres. A decir verdad, nunca he entrado. Mi familia no es Vor, así que no se nos permite la posesión de armas personales, sólo contamos con las del Servicio. Pero se supone que allí tienen de lo mejor.
      Uno de los guardias uniformados del conde Vorkosigan las condujo a la tienda. Cordelia se relajó y se dedicó a disfrutar observando la ciudad. Droushnakovi se mantenía alerta, vigilando constantemente cuanto las rodeaba. De vez en cuando palpaba el aturdidor que llevaba oculto en el interior de la guerrera bordada.
      Tomaron por una calle más estrecha, de edificios antiguos con fachadas de piedra. La armería sólo estaba marcada con su nombre, Siegling's, en discretas letras doradas. Evidentemente, si uno no sabía dónde se encontraba era porque no debía estar allí. Cordelia y Droushnakovi entraron en la tienda mientras el hombre uniformado las aguardaba fuera. El lugar tenía las paredes recubiertas en madera y el suelo estaba tapado por una gruesa alfombra. El aroma de la armería hizo que Cordelia evocase su nave, un extraño deje familiar en un lugar desconocido. Observó con disimulo los paneles de madera, y trató de calcular su valor en dólares betaneses. Muchos dólares betaneses. Sin embargo, en Barrayar la madera parecía tan común como el plástico. Las armas personales legales para las clases superiores estaban elegantemente exhibidas en estuches y en las paredes. Aparte de los aturdidores y las armas de cacería, había una colección de espadas y cuchillos; al parecer los feroces edictos del emperador en contra de los duelos sólo prohibían el uso, no la posesión.
      Él dependiente, un hombre mayor de ojos pequeños y pasos suaves, se acercó a ellas.
      — ¿En qué puedo servirlas, señoras? — Era bastante cordial. Cordelia supuso que las mujeres Vor debían de acudir allí en ocasiones, para comprar obsequios. Pero por el tono de voz que había utilizado, el hombre bien podía haber dicho: «¿Qué andáis buscando, pequeñas?» ¿Las subestimaba por medio del lenguaje corporal? No valía la pena preocuparse.
      — Estoy buscando un bastón de estoque, para un hombre de un metro noventa, aproximadamente. Debe de ser más o menos… así de alto — calculó recordando la altura de Koudelka y señalando su propia cadera -. Con vaina de resorte, tal vez.
      — Sí, señora. — El dependiente desapareció y regresó con un modelo en madera clara, con complicadas tallas.
      — Me parece un poco… no sé. — Vulgar -. ¿Cómo funciona?
      El dependiente le mostró el mecanismo de resorte. La vaina de madera se deslizó para revelar una hoja larga y delgada. Cordelia extendió la mano y, de mala gana, el dependiente se la entregó a su guardaespaldas. — ¿Qué opinas?
      Primero Droushnakovi sonrió, pero luego frunció el ceño.
      — No está muy bien equilibrada. — Miró al dependiente con incertidumbre.
      — Recuerda que trabajas para mí, no para él — señaló Cordelia, identificando la conciencia de clase que motivaba su actitud.
      — Diría que la hoja no es muy buena. — Es de una excelente hechura Darkoi, señora — se defendió el hombre con frialdad.
      Con una sonrisa, Cordelia volvió a cogerla. — Vamos a probar su hipótesis. Alzó la hoja bruscamente en posición de saludo y se lanzó contra la pared en una diestra extensión. La punta se clavó en la madera y Cordelia presionó sobre ella. La hoja se partió. Con rostro imperturbable, le entregó los pedazos al dependiente.
      — ¿Cómo logra mantenerse si sus clientes no viven lo suficiente para comprarle más de una vez? Siegling's no debe haber adquirido su reputación vendiendo juguetes como éste. Tráigame algo digno de un soldado decente, no una burda imitación.
      — Señora — dijo el hombre con dureza -, debo insistir en que pague la mercadería dañada. Fuera de sí, Cordelia le respondió: — Muy bien. Envíe la cuenta a mi esposo, el almirante Aral Vorkosigan, a la Residencia Vorkosigan. Y de paso explíquele por qué intentó venderle algo de mala calidad a su esposa… alabardero.
      Esto último fue sólo una conjetura basada en su edad y en su forma de caminar, pero a juzgar por sus ojos Cordelia comprendió que había dado en el clavo.
      El dependiente hizo una profunda reverencia.
      — Le ruego que me disculpe, señora. Creo tener algo más apropiado, si
      me hace el favor de aguardar.
      El hombre volvió a desaparecer y Cordelia suspiró.
      — Comprarle a una máquina es mucho más sencillo. Pero al menos he comprobado que el uso de la autoridad funciona tan bien aquí como en casa.
      El siguiente bastón era de madera oscura y lisa, con un pulido satinado. El dependiente se lo entregó sin abrirlo, e hizo otra pequeña reverencia.
      — Presione el mango aquí, señora.
      Era mucho más pesado que el primero. La funda se deslizó rápidamente y fue a dar contra la pared opuesta. Cordelia estudió la nueva hoja. Estaba decorada con una extraña filigrana que reflejaba la luz. Ella volvió a colocarse en postura de saludo y alcanzó a ver la expresión del dependiente.
      — ¿Tendrá que pagarlos de su salario?
      — Adelante, señora. — Había un pequeño brillo de satisfacción en sus ojos -. No logrará romper ésta.
      Cordelia la sometió a la misma prueba que a la anterior. La punta se clavó mucho más profundamente en la madera, y apoyándose con todas sus fuerzas, apenas si logró doblarla. Ño obstante, se dio cuenta de que aún no había llegado al límite de su flexibilidad. Entonces se la entregó a Droushnakovi, quien la examinó amorosamente.
      — Ésta sí que es buena, señora.
      — Estoy segura de que se utilizará mucho más como bastón que como espada. De todos modos… es necesario que sea de calidad. Nos llevaremos éste.
      Mientras el hombre lo envolvía, Cordelia se detuvo junto a un estuche de aturdidores decorados con esmalte.
      — ¿Está pensando en comprar uno para usted, señora? — preguntó Droushnakovi.
      — No… No creo. Barrayar tiene suficientes soldados sin necesidad de importarlos de Colonia Beta. Lo que sea que haya venido a hacer aquí, no tiene nada que ver con la vida militar. ¿Ves algo que te interese?
      Droushnakovi adoptó una expresión pensativa, pero sacudió la cabeza y se llevó una mano a la chaquetilla.
      — El equipo del capitán Negri es de lo mejor. Ni Siegling's podría superarlo… es sólo que estas armas son más bonitas.
      Aquella noche cenaron tarde. Eran tres: Vorkosigan, Cordelia y el teniente Koudelka. El nuevo secretario personal del almirante parecía un poco cansado.
      — ¿Qué habéis hecho todo el día? — preguntó Cordelia.
      — Sobre todo, manipular hombres — le respondió Vorkosigan -. El primer ministro Vortala no tenía tantos votos en el bolsillo como él aseguraba, y tuvimos que utilizar nuestra persuasión con cada uno de ellos, a puerta cerrada. Lo que verás mañana en el Consejo no será la política de Barrayar en funcionamiento, sólo los resultados. ¿Y vosotras? ¿Ha ido todo bien?
      — Sí. Fui de compras. Espera y verás. — Extrajo el bastón de estoque y lo desenvolvió -. Esto es para evitar que dejes a Kou completamente extenuado.
      Koudelka se mostró amablemente agradecido, aunque era evidente que en el fondo se sentía irritado. Su expresión reflejó sorpresa cuando cogió el bastón y estuvo a punto de dejarlo caer ante su peso imprevisto.
      — ¡Eh! Pero esto no es…
      — Presione el mango aquí. ¡No lo apunte…!
      ¡Pum!
      —… a la ventana. — Afortunadamente, la vaina golpeó contra el marco y rebotó en el suelo. Kou y Aral dieron un respingo. Los ojos de Koudelka se iluminaron mientras estudiaban la hoja. Cordelia fue a buscar la vaina.
      — ¡Oh, señora! — Entonces su expresión se apagó. Volvió a envainar la espada con sumo cuidado y se la entregó con tristeza -. Seguramente no recordó que no soy un Vor. No es legal que posea mi propia arma.
      — Oh. — Cordelia pareció abatida.
      Vorkosigan alzó una ceja.
      — ¿Me permites verlo, Cordelia? — Inspeccionó el bastón y desenvainó la espada con más cuidado -. Humm. ¿Me equivoco o yo mismo he pagado por esto?
      — Bueno, supongo que lo harás cuando llegue la factura. Aunque no creo que debas pagar por la que rompí. De todos modos, siempre puedo devolverla.
      — Ya veo. — Esbozó una pequeña sonrisa -. Teniente Koudelka, como su comandante en jefe y vasallo secundus de Ezar Vorbarra, le hago entrega en forma oficial de esta arma que me pertenece, para que la porte al servicio del emperador, por el tiempo que dure su gobierno. — La ineludible ironía de aquella frase formal hizo que Vorkosigan se pusiera tenso unos momentos, pero al fin se recuperó y entregó el bastón a Koudelka, quien volvió a iluminarse.
      — ¡Gracias señor!
      Cordelia sacudió la cabeza.
      — Creo que nunca entenderé este lugar.
      — Haré que Kou te busque algunas compilaciones legales. Aunque no esta noche. Apenas tendrá tiempo para poner en orden sus notas de hoy antes de que llegue Vortala con un par más de sus descarriados. Los veremos en la biblioteca de mi padre. Kou, me reuniré con usted allí.
      Se dio por finalizada la cena y Koudelka se retiró a la biblioteca. Vorkosigan y Cordelia fueron al salón contiguo para leer un poco antes de la reunión nocturna del almirante. Él aún debía examinar varios informes, y los repasó rápidamente con un visor manual. Cordelia se colocó un auricular y dividió su tiempo entre unas clases de ruso barrayarés y un disco sobre puericultura, aún más amedrentador. El silencio sólo se veía interrumpido por algún murmullo de Vorkosigan, más para sí mismo que para ella, o por frases corno: «¡Vaya! Ahora comprendo lo que se proponía el muy canalla», u «Hombre, estas cifras parecen extrañas. Debo comprobarlas…». U otras de Cordelia como: «Uf, ¿será cierto que los bebés hacen todo eso?», y cada tanto se escuchaba un ¡purn! en la habitación contigua, ante lo cual ambos se miraban y se echaban a reír.
      — Oh, querido — dijo Cordelia para la tercera o cuarta vez en que oyeron el ruido -, espero no haberlo distraído de sus quehaceres.
      — Se las arreglará bien cuando haya aprendido. El secretario personal de Vorbarra le está ayudando, y ha comenzado a enseñarle cómo organizarse. Cuando Kou haya pasado por todo el protocolo del funeral, debería ser capaz de abordar cualquier tarea. Ese bastón de estoque ha sido una idea genial; te lo agradezco.
      — Sí, me di cuenta de que era bastante susceptible respecto a sus impedimentos físicos. Pensé que esto lograría tranquilizarlo un poco.
      — Así es nuestra sociedad. Resulta un poco dura para los que no mantienen el paso.
      — Ya veo. Qué extraño. Ahora que lo mencionas, sólo recuerdo haber visto gente saludable en las calles y en todos los demás sitios, exceptuando el hospital. No hay sillas flotantes ni niños con la mirada vacía remolcados por sus padres…
      — Tampoco los verás. — La expresión de Vorkosigan era sombría -. Todos los problemas se pueden detectar y eliminar antes del nacimiento.
      — Bueno, nosotros también lo hacemos. Aunque por lo general es antes de la concepción.
      — También en el nacimiento. Y después del parto, en las zonas rurales.
      — Oh.
      — En cuanto a los adultos tullidos…
      — Por Dios, no practicarán la eutanasia con ellos, ¿verdad?
      — Tu alférez Dubauer no hubiese vivido aquí.
      Dubauer se había disparado un disruptor nervioso a la cabeza, y había sobrevivido. O algo similar.
      — En cuanto a las personas con lesiones como las de Koudelka, el estigma social es inmenso. Alguna vez obsérvalo en un grupo que no incluya sólo a sus amigos más íntimos. No es casual el hecho de que haya una alta tasa de suicidios entre los soldados licenciados por causas médicas.
      — ¡Qué horror!
      — Antes me parecía normal. Ahora… ahora ya no. Pero para mucha gente todavía es algo corriente.
      — ¿Y los que tienen problemas como los de Bothari?
      — Depende. Él era un loco útil. En cuanto a los inútiles… — Se interrumpió y se miró las botas.
      Cordelia sintió un escalofrío.
      — A cada momento pienso que ya empiezo a acostumbrarme a este lugar. Entonces doblo otra esquina y me encuentro con algo como esto.
      — Sólo han pasado ochenta años desde que Barrayar volvió a tomar contacto con la civilización galáctica. En la Era del Aislamiento no perdimos sólo tecnología. Eso lo recuperamos rápidamente, como si nos hubiéramos puesto un abrigo prestado. Pero debajo de él… todavía vamos bastante desnudos. En cuarenta y cuatro años sólo he comenzado a comprender hasta qué punto.
      Poco después llegaron el conde Vortala y sus «descarnados», y Vorkosigan desapareció en la biblioteca. El anciano conde Piotr Vorkosigan, el padre de Aral, llegó un poco más tarde para asistir a la votación del Consejo que se realizaría al día siguiente.
      — Bueno, aquí tiene un voto asegurado para mañana — bromeó Cordelia mientras ayudaba a su suegro a quitarse el abrigo en el vestíbulo.
      — Ja. Tendrá suerte si lo consigue. En los últimos años, Aral parece haber adquirido algunas ideas bastante radicales. Si no fuera mi hijo, no lo votaría. — Pero el rostro envejecido de Piotr expresaba orgullo.
      Cordelia parpadeó ante esta descripción de las ideas políticas de su marido.
      — Le confieso que nunca lo he visto como un revolucionario. Radical debe de ser un término más elástico de lo que suponía.
      — Oh, él no se considera un radical. Piensa que podrá llegar hasta la mitad del camino y luego detenerse. Creo que dentro de unos años descubrirá que va montado sobre un tigre. — El conde sacudió la cabeza, apesadumbrado -. Pero ven, cariño. Siéntate conmigo y cuéntame cómo te encuentras. Tienes buen aspecto… ¿todo va bien?
      El anciano conde estaba apasionadamente interesado por la evolución de su futuro nieto. Cordelia sentía que el embarazo había hecho que, ante sus ojos, ella pasase de ser un capricho tolerable de Aral a alguien que se acercaba peligrosamente a lo semidivino. Prácticamente la abrumaba con sus muestras de afecto.
      Al regresar a casa con la noticia confirmada de su embarazo, Cordelia había descubierto que Aral había acertado al pronosticar la reacción que tendría su padre. Ese día de verano había vuelto a Vorkosigan Surleau, yendo directamente al muelle donde se encontraba Aral. Él estaba ocupado con su bote y tenía las velas desplegadas, secándose al sol, mientras chapoteaba alrededor de ellas con los zapatos mojados.
      Aral había alzado la vista hacia ella, sin poder ocultar la ansiedad de sus ojos.
      — ¿Y bien? — preguntó meciéndose un poco sobre los talones.
      — Bueno. — Ella intentó adoptar una expresión triste y decepcionada, pero la sonrisa escapó y se esparció por todo su rostro -. Tu médico dice que será un varón.
      — Ah. — Un suspiro largo y elocuente escapó de entre sus labios, y con un rápido movimiento la levantó por el aire haciéndola girar.
      — ¡Aral! ¡No me dejes caer! — Aunque no era más alto que ella, él era bastante robusto.
      — Nunca. — La dejó deslizarse al suelo y entonces compartieron un largo beso para finalizar riendo -. Mi padre estará encantado.
      — Tú mismo pareces bastante encantado.
      — Esto no es nada. Espera hasta que hayas visto a un anticuado cabeza de familia barrayarés extasiado por ver cómo crece su árbol genealógico. Durante años he tenido al pobre viejo convencido de que su descendencia finalizaba conmigo.
      — ¿Me perdonará por ser una plebeya de otro planeta?
      — No lo tomes como un insulto, pero esta vez creo que ni siquiera le hubiese importado a qué especie hubiese pertenecido mi esposa, siempre y cuando fuera fértil. ¿Crees que estoy exagerando? — preguntó al escuchar su risa -. Ya lo verás.
      — ¿Es demasiado pronto para pensar en nombres? — preguntó ella.
 
      — No hay nada que pensar. Hijo primogénito. La costumbre aquí es muy estricta. Recibirá el nombre de sus dos abuelos. El primer nombre del paterno, el segundo del materno.
      — Ah, por eso vuestra historia resulta tan desconcertante. Siempre tengo que poner las fechas junto a estos nombres compuestos para situarlos. Piotr Miles. En fin, supongo que al final me acostumbraré. Había estado pensando en… otra cosa. — Tal vez en otra ocasión. — Oh, eres un ambicioso.
      Después de aquello habían iniciado una breve lucha en la cual Cordelia había aprovechado el descubrimiento de que Aral tenía más cosquillas que ella. Cuando hubo logrado vengarse lo suficiente, ambos acabaron riendo sobre el césped.
      — Esto es muy indecoroso — se quejó Aral cuando ella lo dejó levantarse.
      — ¿Temes escandalizar a esos hombres de Negri que se hacen pasar por pescadores?
      — Te aseguro que no se escandalizan por nada. Cordelia saludó con la mano a la embarcación lejana, cuyos ocupantes ignoraron su gesto. Al principio ella se había sentido enfadada, pero al fin se había resignado al hecho de que Seguridad Imperial vigilase constantemente a Aral. Era el precio de su participación en la política secreta y mortífera de la Guerra de Escobar, y la penalidad por algunas de las opiniones que había expresado.
      — Tal vez debamos invitarlos a almorzar, o algo parecido. Deben de conocerme tan bien que me gustaría charlar con ellos.
      ¿Los hombres de Negri habrían grabado la conversación doméstica que acababan de tener? ¿Habría micrófonos en su dormitorio? ¿O en el baño? Aral esbozó una sonrisa.
      — No les permitirían aceptar. No comen ni beben nada que no hayan traído ellos mismos.
      — Por Dios, cuánta paranoia. ¿De verdad es necesaria?
      — A veces. Tienen una profesión peligrosa. No los envidio.
      — A mí me parece que eso de permanecer sentados observándote es como tomar unas buenas vacaciones. Ya deben de estar muy bronceados.
      — Lo peor de todo es permanecer sentado. Pueden hacerlo durante un año seguido, y actuar en cinco minutos de una importancia trascendental. Pero deben estar preparados para esos cinco minutos durante todo el año. La tensión es insostenible. Realmente, prefiero el ataque a la defensa.
      — Todavía no comprendo por qué alguien querría molestarte. Sólo eres un oficial retirado que vive en la oscuridad. Debe de haber cientos como tú, incluso de sangre Vor.
      — Humm. — Él había posado los ojos sobre el bote distante, evitando una respuesta, y luego se había levantado de un salto.
      — Ven. Vamos a darle la buena noticia a papá.
      Bueno, ahora Cordelia lo comprendía. El conde Piotr la cogió por el brazo y la llevó hasta el comedor, donde se dedicó a cenar mientras se interesaba por el último informe obstétrico y le insistía para que probase las frutas frescas que le había traído del campo. Ella comió las uvas obedientemente.
      Cuando el conde terminó de cenar y Cordelia se dirigía al vestíbulo cogida de su brazo, oyó unas voces alteradas que provenían de la biblioteca. Resultaba imposible captar las palabras, pero el tono era duro y cortante. Cordelia se detuvo, perturbada.
      Un momento después la supuesta discusión se interrumpió, se abrió la puerta de la biblioteca y un hombre salió de la habitación. Cordelia vio a Aral y al conde Vortala por la rendija. El rostro de Aral estaba tenso, con los ojos llameantes. Vortala, un anciano consumido por los años, con una calva manchada y unos ralos cabellos blancos, estaba completamente ruborizado. Con un gesto brusco, el hombre llamó a su criado de librea, quien lo siguió rápidamente con el rostro pálido.
      El hombre brusco rondaba los cuarenta, calculó Cordelia. Tenía el cabello oscuro y vestía con elegancia al estilo de la clase superior. La frente y la mandíbula eran un poco prominentes, y tanto la nariz como el bigote tenían problemas para destacarse. No era ni apuesto ni feo, y en otro momento se podría haber dicho que sus facciones eran fuertes. Ahora simplemente parecía enfadado. Al encontrarse con el conde Piotr en el vestíbulo, el hombre se detuvo y lo saludó con un imperceptible movimiento de cabeza.
      — Vorkosigan — murmuró. Se agachó en un brusco intento de reverencia que quiso expresar «buenas noches».
      El conde inclinó la cabeza a modo de respuesta, alzando las cejas.
      — Vordarian. — Su tono fue interrogante.
      Los labios de Vordarian estaban tensos, y sus puños se apretaban en un ritmo inconsciente junto con la mandíbula.
      — No olvide mis palabras — gruñó -. Usted, yo, y cualquier otro hombre de valor en Barrayar, viviremos para lamentar el día de mañana.
      Piotr frunció los labios y lo miró con cautela.
      — Mi hijo no traicionará a los de su clase, Vordarian.
      — Usted tiene una venda en los ojos. — Su mirada se posó sobre Cordelia con gran frialdad, sin detenerse lo suficiente como para convertirla en un insulto. Con un gran esfuerzo, movió apenas la cabeza a modo de saludo, se volvió y salió por la puerta principal con el criado pisándole los talones.
      Aral y Vortala salieron de la biblioteca. Aral se dirigió al vestíbulo, donde permaneció con la vista fija en la oscuridad, a través de los paneles de cristal que flanqueaban la puerta. Vortala posó una mano sobre su brazo.
      — Déjalo ir — aconsejó -. Podremos vivir sin su voto mañana.
      — No pensaba salir corriendo tras él — — le replicó Aral -. De todos modos, la próxima vez reserva tu ingenio para quienes tengan cerebro suficiente como para apreciarlo, ¿quieres?

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