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Barrayar (íà èñïàíñêîì)

ModernLib.Net / Bujold Lois McMaster / Barrayar (íà èñïàíñêîì) - ×òåíèå (ñòð. 7)
Àâòîð: Bujold Lois McMaster
Æàíð:

 

 


      — Señora. — dijo en voz baja — ¿cómo es posible que el sargento Bothari tenga una hija? Él no está casado, ¿verdad?
      — ¿Qué te parece? ¿Que se la trajo la cigüeña? — preguntó Cordelia con expresión risueña.
      — No.
      A juzgar por su expresión, no aprobaba esta falta de seriedad. Cordelia exhaló un suspiro. ¿Cómo podía explicárselo?
      — Aunque es bastante parecido. Su réplica uterina fue enviada desde Escobar después de la guerra. El bebé terminó su gestación en un laboratorio del Hospital Militar, bajo la supervisión del doctor Henri.
      — ¿Realmente es de Bothari?
      — Oh, sí. Está certificado genéticamente. Así fue como identificaron… — Cordelia se detuvo. Debía tener cuidado.
      — ¿Pero, qué es eso de las diecisiete réplicas uterinas? ¿Y cómo fue que la bebé entró en una de ellas? ¿Fue… fue un experimento?
      — Transferencia placentaria. Se trata de una operación delicada, incluso para los niveles galácticos, pero no es experimental. Mira. — Cordelia se detuvo, pensando a toda velocidad -. Te diré la verdad. — Aunque no toda la verdad -. La pequeña Elena es hija de Bothari y una joven de Escobar llamada Elena Visconti. Bothari la quería mucho. Pero después de la guerra, ella no quiso acompañarlo a Barrayar. La niña fue concebida, eh… al estilo barrayarés. Cuando se separaron fue transferida a la réplica uterina. Existieron varios casos similares. Todas las réplicas fueron enviadas al Hospital Militar Imperial, donde estaban interesados en aprender más acerca de esta tecnología. Bothari permaneció en… terapia médica durante bastante tiempo después de la guerra. Cuando salió, se hizo cargo de la custodia de la niña.
      — ¿Los otros también se llevaron a sus bebés?
      — La mayoría de los padres estaban muertos para ese entonces. Los niños acabaron en el orfanato del Servicio Imperial. — Listo. Ya le había dado la versión oficial.
      — Oh. — Drou se miró los pies con el ceño fruncido -. Eso no… me resulta difícil imaginar a Bothari… A decir verdad — le confesó con candor -, creo que a Bothari ni siquiera le entregaría un gatito en custodia. ¿No le parece un poco raro?
      — Aral y yo lo tenemos vigilado. Creo que, por el momento, Bothari se encuentra bastante bien. Encontró a la señora Hysopi por su cuenta, y se ocupa de que tenga todo lo que necesite. ¿Él… te ha molestado?
      Droushnakovi la miró sorprendida.
      — Es tan grande. Y feo. Y algunos días.,, anda murmurando solo. Además, se pasa días enteros en cama, enfermo, pero no tiene fiebre ni nada de eso. El jefe de guardia del conde Piotr dice que finge estar enfermo.
      — No finge nada. Pero me alegro de que lo menciones. Haré que Aral hable con el comandante.
      — ¿Pero usted no le teme nunca? ¿Ni en los malos días?
      — Podría, llorar por Bothari — dijo Cordeíia lentamente -, pero no le temo. Ni en los días malos ni en ningún otro momento. Tú tampoco deberías temerle. Es… es un profundo insulto.
      — Lo siento. — Droushnakovi arrastró un zapato sobre la grava -. Es una historia muy triste. No me extraña que no hable sobre la guerra de Escobar.
      — Sí… te agradecería que no se la mencionaras. Es muy doloroso para él.
      Desde la aldea, cruzaron el lago en la aeronave y pocos momentos después llegaron a la residencia campestre de los Vorkosigan. Un siglo atrás, la casa había sido un puesto de guardia del fuerte en el promontorio. Las armas modernas habían hecho que las fortificaciones terrestres resultasen obsoletas, y las viejas construcciones de piedra habían sido reformadas para usos más pacíficos. Evidentemente, el doctor Henn había esperado más lujo, porque dijo:
      — Es más pequeño de lo que había imaginado.
      El ama de llaves de Piotr había preparado un almuerzo en una terraza llena de flores, en el extremo surde la casa, junto a la cocina. Mientras ella conducía al grupo hasta allí, Cordeíia se acercó al conde Piotr para decirle:
      — Gracias por permitirnos invadirle, señor.
      — ¡Invadirme! Ésta es tu casa, querida. Eres libre de invitar a cuantos amigos desees. ¿Has notado que es la primera vez que lo haces? — Se detuvo con ella en la puerta -. Sabes, cuando mi madre se casó con mi padre, cambió el decorado de toda la Residencia Vorkosigan. Mi esposa hizo lo mismo cuando nos casamos. Aral tardó tanto en casarse que me temo que ya es hora de ponerla al día. ¿No te gustaría ocuparte?
      Pero es su casa, pensó Cordelia, Ni siquiera es de Aral…
      — Te has posado aquí con tanta suavidad que uno casi temería que volvieras a levantar vuelo. — Piotr emitió una risita, pero su mirada parecía preocupada.
      Cordelia se palmeó el vientre.
      — Oh, ya me he posado con todo mi peso, señor. — Vaciló unos instantes -. A decir verdad, he pensado que sería agradable tener un tubo elevador en la Residencia Vorkosigan. Contando los dos sótanos, el ático y la azotea, hay ocho pisos en la sección principal. Es todo un trayecto.
      — ¿Un tubo elevador? Nunca hemos… — Se mordió la lengua -. ¿Dónde?
      — Podría instalarse en el pasillo trasero, junto a las tuberías, sin modificar la arquitectura interna.
      — Eso has pensado. Muy bien. Busca un constructor. Hazlo.
      — Me ocuparé de ello mañana, señor. Gracias. — Alzó las cejas cuando él le dio la espalda.
      Era evidente que el conde Piotr estaba decidido a alentarla, ya que durante el almuerzo se mostró muy solícito y cordial con el doctor Henri. Siguiendo el consejo de Cordelia, éste supo responder a su anfitrión. Piotr le contó todo lo referente al nuevo potrillo nacido en sus caballerizas. La criatura era un pura sangre con certificado genético, y había sido importado de la Tierra a gran coste, como un embrión congelado, para ser implantado en una yegua de raza mixta. Piotr había supervisado con gran ansiedad toda la gestación. Henri expresó un gran interés técnico y, después de almorzar, el conde lo acompañó a las caballerizas para que pudiese inspeccionar a las grandes bestias.
      — Quisiera descansar un rato — se disculpó Cordelia -. Ve con ellos, Drou. El sargento Bothari se quedará conmigo. — En realidad, Cordelia estaba preocupada por Bothari. No había comido un solo bocado durante el almuerzo, y hacía más de una hora que no pronunciaba palabra.
      Indecisa pero profundamente interesada por los caballos, Drou permitió que la convencieran. Los tres se marcharon colina arriba. Cordelia los observó alejarse, y al volver la cabeza descubrió que Bothari la estaba observando. El sargento asintió con la cabeza. — Gracias señora.
      — Eh… sí. Me preguntaba si se sentiría enfermo.
      — No… sí. No lo sé. Quería… quería hablar con usted, señora. Desde hace semanas. Pero nunca parece presentarse un momento adecuado. En los últimos tiempos ha sido peor. Ya no puedo aguardar más. Esperaba que hoy…
      — Se presentase el momento. — El ama de llaves trabajaba en la cocina -. ¿Quiere que demos un paseo? — Por favor, señora.
      Juntos rodearon la antigua casa de piedra. El pabellón en la cima de la colina, desde donde se veía el lago, hubiese sido un lugar idóneo para sentarse a charlar, pero Cordelia se sentía demasiado llena y pesada como para subir hasta allí. En lugar de ello tomó a la izquierda, por el sendero que corría paralelo a la cuesta, hasta que llegaron a lo que parecía ser un pequeño jardín entre muros.
      La parcela familiar de los Vorkosigan estaba llena de antiguas tumbas de la familia, de parientes lejanos y de sirvientes especialmente queridos. Al principio el cementerio había formado parte del fuerte, y las sepulturas más antiguas pertenecían a guardias y oficiales de siglos atrás. La intrusión de los Vorkosigan databa de la destrucción atómica del antiguo distrito capital, Vorkosigan Vashnoi, durante la invasión cetagandanesa. Allí los muertos se habían fundido con los vivos, borrando ocho generaciones de historia familiar. Era interesante observar los grupos de fechas más recientes, y asociarlas con los eventos del momento; la invasión cetagandanesa, la Guerra de Yuri el Loco, la tumba de la madre de Aral, fechada exactamente al inicio de esta guerra. A su lado había reservado un lugar para Piotr, y allí había estado durante treinta y tres años. Ella aguardaba a su esposo con paciencia.
      Y los hombres nos acusan a nosotras de ser lentas. Su hijo mayor, el hermano de Aral, estaba enterrado al otro lado de ella.
      — Sentémonos allí. — Señaló un banco de piedra, rodeado de pequeñas florecillas anaranjadas, a la sombra de un roble importado de la Tierra que debía de contar al menos cien años -. Estas personas saben escuchar. Y no se andan con chismes.
      Cordelia se sentó sobre la piedra tibia y estudió a Bothari. Él se sentó tan lejos de ella como se lo permitió el banco. Las arrugas de su rostro parecían más profundas hoy, más duras a pesar de que la cálida bruma otoñal mitigaba el resplandor del sol. Una de sus manos, aferrada al borde de la piedra, se flexionaba de un modo arrítmico. Su respiración también parecía entrecortada.
      Cordelia suavizó la voz.
      — Y bien, ¿cuál es el problema, sargento? Hoy parece un poco… nervioso. ¿Esto tiene alguna relación con Elena?
      Él emitió una risita amarga.
      — Nervioso. Sí. Supongo que sí. No es la niña, bueno, al menos no directamente. — La miró a los ojos por primera vez en todo el día -. ¿Se acuerda de Escobar, señora? Usted estuvo allí, ¿verdad?
      — Sí. — Este hombre está sufriendo un gran dolor, comprendió Cordelia. ¿Qué clase de dolor?
      — No logro recordar Escobar.
      — Eso tengo entendido. Creo que sus terapeutas militares trabajaron mucho para asegurarse de que no recordara Escobar.
      — Oh, sí.
      — Yo no apruebo el estilo barrayarés de terapia.
      Sobre todo cuando está teñido de conveniencias políticas.
      — He llegado a comprender eso, señora. — Una ligera esperanza brilló en sus ojos.
      — ¿Cómo lo hicieron? ¿Quemaron determinadas neuronas? ¿Lo borraron con métodos químicos?
      — No. Emplearon drogas, pero sin destruir nada. Al menos, eso me han dicho. Los doctores lo llamaron «terapia de supresión». Nosotros lo llamamos simplemente «el infierno». Fuimos al infierno día tras día, hasta que al fin no quisimos ir más. — Bothari se acomodó en el asiento y frunció el ceño -. Cuando trato de recordar, cuando hablo de Escobar, comienzo a sufrir unos atroces dolores de cabeza. Suena estúpido, ¿verdad? Un hombre hecho y derecho quejándose por los dolores de cabeza como una ancianita. Hay ciertas cuestiones concretas, determinados recuerdos, que me provocan estos dolores terribles… Veo círculos rojos alrededor de todo y comienzo a vomitar. Cuando abandono el recuerdo, el dolor desaparece. Es simple.
      Cordelia tragó saliva.
      — Ya veo. Lo siento. Sabía que era difícil, pero no imaginé que lo fuese tanto.
      — Lo peor de todo son los sueños. Sueño con… eso, y si me despierto demasiado despacio, recuerdo lo que he soñado. Recuerdo demasiado al mismo tiempo, y mi cabeza… sólo puedo tenderme boca abajo y llorar, hasta que logro pensar en alguna otra cosa. Los otros hombres de armas del conde Piotr creen que estoy loco, que soy estúpido, y no saben qué hago allí con ellos. Tampoco yo lo sé. — Se frotó la cabeza con sus grandes manos -. Ser Hombre de Armas de un conde… es un honor. Sólo existen veinte de ellos. Siempre son los mejores, los héroes, los hombres con medallas, los que han cumplido veinte años de servicio con antecedentes perfectos. Si lo que yo hice en Escobar fue tan terrible, ¿por qué hizo el almirante que el conde me tomara a su servicio? Y si actué en forma tan heroica, ¿por qué me han quitado el recuerdo de ello? — Su respiración se estaba acelerando y silbaba entre sus largos dientes amarillos.
      — ¿Cuánto dolor sufre ahora, al tratar de hablar sobre esto?
      — Un poco. Pero empeorará. — La miró con el ceño fruncido -. Debo hablar sobre esto. Con usted. Me está volviendo…
      Ella inspiró profundamente para calmarse, tratando de escuchar con toda su mente, su cuerpo y su alma. Y con cuidado. Con mucho cuidado.
      — Continúe.
      — Tengo cuatro imágenes… en la cabeza. De Escobar. Cuatro imágenes que no consigo explicarme. Unos cuantos minutos borrados… ¿tres meses? ¿Cuatro? Todas ellas me perturban, pero hay una que me perturba en especial. Usted aparece en ella — agregó de forma abrupta, y miró el suelo. Sus manos se aferraron con tanta fuerza a la piedra que los nudillos le palidecieron.
      — Ya veo. Continúe.
      — Una, la que menos me inquieta, es una discusión. El príncipe Serg estaba allí, también el almirante Vorrutyer, lord Vorkosigan y el almirante Rulf Vorhalas. Y yo estaba allí, pero estaba desnudo.
      — ¿Está seguro de que no se trata de un sueño?
      — No, no estoy seguro. El almirante Vorrotyer dijo… algo muy insultante a lord Vorkosigan. Lo tenía atrapado contra una pared. El príncipe Serg reía. Entonces Vorrutyer lo besó en la boca, y Vorhalas trató de golpear a Vorrutyer en la cabeza, pero lord Vorkosigan no se lo permitió. No recuerdo nada más.
      — Hum… sí — dijo Cordelia -. Yo no me encontraba allí, pero sé que en esos momentos ocurrían cosas bastante extrañas en el alto mando. Serg y Vorrutyer se extralimitaron. Por lo tanto, es posible que sea un verdadero recuerdo. Podría preguntárselo a Aral, si lo desea.
      — ¡No! No. No creo que ése sea importante, de todos modos. No es como los demás.
      — Hábleme de los demás, entonces.
      La voz de Bothari se transformó en un susurro.
      — Recuerdo a Elena. Qué hermosa. Sólo conservo dos imágenes de ella. En una, recuerdo que Vorrutyer me obligaba a… no, no quiero hablar de eso. — Se interrumpió durante más de un minuto, meciéndose suavemente sobre el banco -. La otra… estábamos en mi cabina. Ella y yo. Ella era mi esposa… — Su voz se quebró -. Ella no era mi esposa, verdad. — Ni siquiera había sido una pregunta.
      — No, pero usted ya sabe eso.
      — Pero recuerdo haber creído que lo era. — Se apretó la frente con las manos, y luego se frotó el cuello vigorosamente. Todo fue en vano.
      — Ella era una prisionera de guerra — dijo Cordelia -. Su belleza atrajo la atención de Vorrutyer y de Serg, y juntos se propusieron torturarla. No había ninguna razón para ello, ni cuestiones de inteligencia militar ni de terrorismo político, sólo fue para obtener gratificación. Elena fue violada. Pero usted también sabía eso.
      — Sí — susurró él.
      — Quitarle su implante anticonceptivo y permitir (o forzar) que usted la fecundara fue parte de la idea que ellos tenían del sadismo. La primera parte. Gracias a Dios, no vivieron lo suficiente como para realizar la segunda parte.
      Él había flexionado las piernas y se las apretaba con sus largos brazos. Su respiración era rápida y jadeante. Tenía el rostro blanco, brillante de sudor.
      — ¿Ve círculos rojos a mi alrededor ahora? — preguntó Cordelia con curiosidad.
      — Todo está… más bien rosado.
      — ¿Y la última imagen?
      — Oh, señora. — Bothari tragó saliva -. Sea lo que sea… estoy seguro de que se encuentra muy cerca de lo que no desean que recuerde. — Volvió a tragar. Cordelia comenzó a comprender por qué no había tocado su almuerzo.
      — ¿Quiere continuar? ¿Puede continuar?
      — Debo hacerlo. Señora. Capitana Naismith. Porque yo la recuerdo a usted. Recuerdo haberla visto tendida en la cama de Vorrutyer, con las ropas cortadas, desnuda. Estaba sangrando. Yo miraba sus… Lo que quiero saber… debo saber. — Ahora tenía los brazos alrededor de la cabeza y estaba hincado de rodillas ante ella. Su rostro se veía hundido, perturbado, ávido.
      Su presión arterial debía ser extremadamente alta para producir esa monstruosa migraña. Si llegaban demasiado lejos, si continuaban hasta alcanzar la última de las verdades, ¿correría el riesgo de padecer un ataque? Vaya una técnica psicológica: programar a su propio cuerpo para que lo castigue por sus recuerdos prohibidos…
      — ¿La violé a usted, señora?
      — ¿Eh? ¡No! — Cordelia se enderezó, absolutamente indignada. ¿Lo habían privado de ese recuerdo? ¿Se habían atrevido a quitárselo?
      Bothari se echó a llorar, si eso era lo que significaban su respiración entrecortada, sus facciones contraídas y las lágrimas que manaban de sus ojos.
      Partes iguales de agonía y felicidad.
      — Oh, gracias a Dios. ¿Está segura…?
      — Vorrutyer le ordenó que lo hiciera. Usted se negó. Lo hizo por su propia voluntad, sin esperar ninguna recompensa ni rescate. Durante un tiempo debió afrontar bastantes problemas a causa de ello. — Cordelia ansiaba contarle el resto, pero el estado en que se encontraba era tan aterrador que resultaba imposible adivinar las consecuencias -. ¿Cuánto hace que ha estado recordando esto? ¿Cuánto tiempo se lo ha preguntado?
      — Desde que volví a verla. Este verano. Cuando llegó para casarse con lord Vorkosigan.
      — ¿Y ha estado andando por ahí durante seis meses, con esto en la cabeza, sin atreverse a preguntar…?
      — Sí, señora.
      Ella se reclinó horrorizada, frunciendo los labios.
      — La próxima vez, no espere tanto tiempo.
      Él volvió a tragar y se levantó con dificultad, indicándole que aguardase con un desesperado movimiento de las manos. Saltó el bajo muro de piedra y encontró unos arbustos. Ansiosamente, Cordelia le escuchó sufrir arcadas durante varios minutos. Un acceso extremadamente intenso, le pareció, pero al fin las violentas náuseas se hicieron más espaciadas y se detuvieron. Bothari regresó limpiándose los labios. Se veía muy pálido y no estaba mucho mejor, con excepción de sus ojos. Ahora había un poco de vida en aquella mirada, una abrumadora expresión de alivio apenas contenida.
      La luz se apagó cuando él volvió a sentarse sumido en sus pensamientos. Se frotó las palmas en las rodillas del pantalón y se miró las botas.
      — Pero aunque usted no fuese mi víctima, no por ello dejo de ser un violador.
      — Eso es cierto.
      — No puedo… confiar en mí mismo. ¿Cómo puede usted confiar en mí?… ¿Sabe qué es mejor que el sexo?
      Cordelia se preguntó si lograría soportar otro giro en esta conversación sin salir corriendo y gritando.
      Tú lo alentaste a, soltarse, ahora no tienes más remedio que escuchar. — Continúe.
      — Matar. Uno se siente aún mejor después. No debería ser tan… placentero. Lord Vorkosigan no mata de ese modo. — Tenía los ojos entrecerrados y la frente fruncida, pero su postura ya no era una bola de agonía; debía de estar hablando en términos generales. Vorrutyer ya no atormentaba su mente.
      — Es una forma de liberar la ira, supongo — dijo Cordelia con cautela -. ¿Cómo se llenó de tanta ira, Bothari? Resulta casi palpable. La gente puede percibirla.
      Bothari cerró una mano frente a su plexo solar.
      — Se remonta muy lejos. Pero casi nunca la siento. Aparece de repente.
      — Hasta Bothari le teme a Bothari — murmuró ella, asombrada.
      — Sin embargo, usted no. Me teme aún menos que lord Vorkosigan.
      — Lo veo ligado a él de alguna manera. Y él es mi propio corazón. ¿Cómo podría temerle a mi propio corazón?
      — Señora, le propongo un trato.
      — ¿Hum?
      — Usted dígame… cuándo está bien matar. Entonces lo sabré.
      — No puedo… mire, suponga que no me encuentro allí. Cuando se presentan estas situaciones, por lo general no hay tiempo para detenerse y analizar. Usted debe tener permiso para actuar en defensa propia, pero también debe ser capaz de discernir cuándo lo atacan realmente. — Cordelia se enderezó, y de pronto tuvo una revelación -. Por eso otorga tanta importancia a su uniforme, ¿verdad? Le indica lo que está bien. Porque usted no lo sabe por su cuenta. Todas esas rígidas rutinas a las que se somete son las que le indican que se mantiene en el buen camino.
      — Sí. Ahora he jurado defender la Residencia Vorkosigan. Por lo tanto eso esta bien. — Asintió con un gesto, aparentemente tranquilizado. ¿Tranquilizado con qué, por el amor de Dios?
      — Usted me está pidiendo que sea su conciencia. Que tome decisiones en su lugar. Pero usted es un hombre cabal. Lo he visto tomar las decisiones correctas, bajo las más absolutas presiones.
      Él volvió a ceñirse la cabeza con las manos y apretó los dientes.
      — Pero no puedo recordarlas. No me acuerdo de cómo lo hice.
      — Oh. — Cordelia se sintió muy pequeña -. Bueno… si puedo hacer cualquier cosa por usted, está en todo su derecho de pedirlo. Aral y yo le debemos mucho. Nosotros recordamos por qué, aunque usted no pueda.
      — Entonces, recuérdenlo por mí, señora — dijo él en voz baja -, y yo estaré bien.
      — Cuente con ello.

7

      Una mañana de la semana siguiente, Cordelia compartió el desayuno con Aral y Piotr en una pequeña sala con vistas al jardín trasero. Aral llamó al lacayo del conde, quien estaba sirviendo.
      — ¿Me haría el favor de buscar al teniente Koudelka? Dígale que traiga la agenda de esta mañana.
      — Eh… supongo que no lo sabe usted todavía, señor — murmuró el hombre. Cordelia tuvo la sensación de que sus ojos registraban la habitación buscando por dónde escapar.
      — ¿Saber qué? Acabamos de bajar.
      — El teniente Koudelka está en el hospital.
      — ¡El hospital! Dios mío, ¿por qué no se me avisó de inmediato? ¿Qué ha ocurrido?
      — Se nos dijo que el comandante Illyan traería un informe completo, señor. El jefe de guardia decidió esperar.
      Vorkosigan parecía alarmado y disgustado a la vez.
      — ¿Qué le ocurre? No será algún efecto tardío de la granada sónica, ¿verdad? ¿Qué le ha pasado?
      — Le han dado una paliza, señor — dijo el lacayo en voz baja.
      Vorkosigan se dejó caer contra el respaldo de la silla. Un músculo se tensó en su mandíbula.
      — Traiga aquí a ese jefe de guardia — gruñó.
      El lacayo se evaporó de inmediato y Vorkosigan permaneció con una cuchara en la mano, dando golpecitos nerviosos e impacientes sobre la mesa. Alzó la vista hacia los ojos horrorizados de Cordelia y esbozó una pequeña sonrisa tranquilizadora. Hasta Piotr parecía alarmado.
      — ¿Quién podría querer golpear a Kou? — murmuró Cordelia -. Es repugnante. Él no puede defenderse.
      Vorkosigan sacudió la cabeza.
      — Alguien que buscaba un blanco seguro, supongo. Lo averiguaremos. Oh, te aseguro que lo averiguaremos.
      Con su uniforme verde, el jefe de guardia se presentó y adoptó una postura de firmes.
      — Señor.
      — Le informo que, en el futuro, deseo que cualquier accidente sufrido por un miembro de mi estado mayor me sea informado de inmediato. ¿Entendido?
      — Sí, señor. Era bastante tarde cuando llegó la noticia. Como se nos informó que sus vidas no corrían peligro, el comandante Illyan dijo que podía dejarlo dormir, señor.
      — Ya veo. — Vorkosigan se frotó el rostro -. ¿Sus vidas?
      — El teniente Koudelka y el sargento Bothari, señor.
      — No se habrán peleado entre ellos, ¿verdad? — preguntó Cordelia, completamente alarmada ahora.
      — No… no entre ellos, señora. Fueron instigados.
      El rostro de Vorkosigan se estaba tornando sombrío.
      — Será mejor que comience por el principio.
      — Sí, señor. Verá… anoche el teniente Koudelka y el sargento Bothari salieron, sin sus uniformes. Fueron a esa zona que se encuentra detrás del viejo caravasar.
      — Dios mío, ¿para qué?
      — Eh… — El hombre miró a Cordelia con incertidumbre -. Querían divertirse, señor.
      — ¿Divertirse?
      — Sí, señor. El sargento suele ir allí una vez al mes, en su día de permiso, cuando milord el conde se encuentra en la ciudad. Por lo visto hace años que acude a ese sitio.
      — ¿Al caravasar? — dijo el conde Piotr con incredulidad.
      — Eh… — El jefe de guardia miró al lacayo pidiendo socorro.
      — El sargento Bothari no es muy exigente en lo que a diversión se refiere, señor — le explicó el lacayo.
      — ¡Ya veo que no! — observó Piotr.
      Cordelia miró a Vorkosigan con expresión interrogante.
      — Es una zona donde impera la violencia — le explicó él -. Yo mismo no iría allí sin una patrulla que me protegiera. Dos patrullas, por la noche. Y sin lugar a dudas usaría el uniforme, aunque no las insignias… pero creo que Bothari creció allí. Supongo que él lo ve diferente.
      — ¿Por qué tanta violencia?
      — Es muy pobre. Fue el centro de la ciudad durante la Era del Aislamiento, y las renovaciones aún no la han afectado. El agua corriente es mínima, no hay electricidad, está cubierta de desperdicios…
      — En su mayor parte humanos — acotó el conde Piotr con acidez.
      — ¿Pobre? — dijo Cordelia pasmada -.¿Sin electricidad? ¿Cómo puede pertenecer a la cadena de comunicaciones, entonces?
      — No pertenece, por supuesto — respondió Vorkosigan.
      — Entonces, ¿cómo se educa la gente?
      — No se educa.
      Cordelia lo miró.
      — No lo comprendo. ¿Cómo consiguen empleos?
      — Algunos logran escapar al Servicio. En cuanto al resto, la mayoría se dedican al pillaje. — Vorkosigan la miró unos momentos -. ¿No tenéis pobreza en Colonia Beta?
      — ¿Pobreza? Bueno, algunas personas tienen más dinero que otras, por supuesto, pero… ¿no tienen ordenadores?
      — ¿ No tener un ordenador es el nivel de vida más bajo que puedes imaginar? — preguntó Vorkosigan asombrado.
      — Es el primer artículo de la Constitución: «El acceso a la información no será restringido.»
      — Cordelia… estas personas apenas tienen acceso a la comida, la ropa y un techo donde cobijarse. Cuentan con unos cuantos trapos y cazuelas, y se amontonan en edificios donde el viento silba a través de las paredes agrietadas.
      — ¿No tienen aire acondicionado?
      — Aquí no tener calefacción en invierno es un problema más grave.
      — Sí, claro. En realidad vosotros no tenéis verano… ¿Cómo piden ayuda cuando están enfermos o heridos?
      — ¿Qué ayuda? — Vorkosigan se estaba tornando sombrío -. Si caen enfermos, se curan solos o mueren.
      — Con un poco de suerte, se mueren — murmuró Piotr -. Esos canallas.
      — Lo estáis diciendo en serio. — Cordelia miró a uno y a otro -. Eso es horrible… ¡pensad en todos los genios que podéis estaros perdiendo!
      — Dudo de que haya muchos en el caravasar — replicó Piotr con frialdad.
      — ¿Por qué no? Tienen el mismo complemento genético que usted. — Cordelia señaló lo que, para ella, era evidente.
      El conde se paralizó.
      — ¡Mi querida niña! ¡Por supuesto que no! Mi familia ha sido Vor durante nueve generaciones. Cordelia alzó las cejas.
      — ¿Cómo lo sabe? Hasta hace ochenta años no se contaba con la posibilidad de realizar un estudio genético.
      Tanto el jefe de guardia como el lacayo parecían a punto de echarse a reír. El lacayo se mordió el labio.
      — Además — continuó ella con tono razonable -, si vosotros los Vor habéis andado por ahí la mitad de lo que dicen esas historias que he estado leyendo, en este momento el noventa por ciento de la población ya debe de tener algo de sangre Vor. ¿Quién sabe cuántos parientes tiene, por línea paterna?
      Vorkosigan mordió su servilleta en forma ausente. Sus ojos mostraban un brillo similar al del lacayo.
      — Cordelia — murmuró -, no puedes sentarte a la mesa y sugerir que todos mis antepasados fueron bastardos. Aquí eso es un insulto gravísimo. ¿Dónde debería sentarme?
      — Oh, supongo que nunca llegaré a entenderlo. No importa. Hablemos de Koudelka y Bothari.
      — Muy bien. Adelante, oficial.
      — Sí, señor. Bueno, según me han dicho, regresaban a eso de la una de la madrugada, cuando fueron atacados por una pandilla del lugar. Evidentemente el teniente Koudelka iba demasiado elegante, además de su forma de caminar, y el bastón… en pocas palabras, llamó la atención. Ignoro los detalles señor, pero esta mañana había cuatro muertos y tres personas en el hospital. Los demás escaparon.
      Vorkosigan emitió un ligero silbido. — ¿Fueron graves las heridas de Bothari y Koudelka? — Ellos… no dispongo de un informe oficial, señor. Son sólo rumores.
      — Dígalos entonces.
      El oficial tragó saliva.
      — El sargento Bothari tiene roto un brazo y algunas costillas, heridas internas y una contusión. El teniente Koudelka ambas piernas rotas y muchas, eh… quemaduras por descarga eléctrica. — Se detuvo.
      —¿Qué?
      — Por lo que escuché, sus atacantes tenían un par de porras eléctricas de alto voltaje, y descubrieron que con ellas podían producir unos… efectos peculiares en sus nervios protésicos. Después de romperle las piernas pasaron… un buen rato torturándolo. Así fue como los hombres de Illyan lograron atraparlos. No escaparon a tiempo.
      Cordelia apartó su plato y comenzó a temblar.
      — ¿Rumores, eh? Muy bien. Puede retirarse. Quiero ver al comandante Illyan en cuanto llegue. — La expresión de Vorkosigan era introspectiva y severa.
      — Canallas — exclamó Piotr -. Tendrías que eliminarlos a todos.
      Vorkosigan suspiró.
      — Es más sencillo iniciar una guerra que acabarla. No será esta semana, señor.
      Una hora después, Illyan se presentó ante Vorkosigan en la biblioteca y le proporcionó su informe verbal. Cordelia también se encontraba allí.
      — ¿Estás segura de que quieres oír esto? — le preguntó Vorkosigan con suavidad.
      Ella asintió con un gesto.
      — Aparte de ti, son mis mejores amigos aquí. Prefiero saberlo todo.
      El resumen del oficial demostró ser bastante exacto, pero Illyan, quien había conversado con Bothari y con Koudelka en el Hospital Militar Imperial, tenía varios detalles que agregar y lo hizo en términos muy directos. Su rostro de cachorro parecía muy avejentado esa mañana. — Por lo visto, su secretario se vio invadido por el deseo de acostarse con una mujer — comenzó -. Por qué eligió a Bothari como guía es algo que no alcanzo a imaginar.
      — Nosotros tres somos los únicos supervivientes del General Vorkraft — respondió Vorkosigan -. Supongo que es un lazo. De todas formas, Kou y Bothari siempre se llevaron bien. Tal vez se deba a los instintos paternales latentes en Bothari. Y Kou es un muchacho ingenuo… no le cuente que he dicho esto; lo tomaría como un insulto. Es bueno que todavía existan personas así. Aunque lamento que no recurriera a mí.

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