— Oh, todas las personas y bestias de estas colinas aparecerán en sus sensores térmicos, en cuanto comiencen a apuntarlos en la dirección adecuada.
— ¿Todas? No he visto a nadie.
— Oh, esta noche ya hemos pasado cerca de unas veinte pequeñas haciendas. Allí hay personas, vacas, cabras, venados, caballos y niños. Somos como agujas en un pajar. Si logramos llegar al sendero en la base del Paso Amie antes de media mañana, se me ocurren un par de cosas que hacer.
Cuando Bothari volvió a subirla sobre Rose, la oscuridad no era tan profunda. La luz del alba tino los bosques de gris mientras se ponían en marcha nuevamente. Las ramas de los árboles los golpeaban en medio de la niebla. Cordelia se aferró a su montura en silenciosa desdicha, conducida por Bothari. Durante los primeros veinte minutos de viaje, Gregor siguió dormido, pálido y con la boca abierta, sujetado por Piotr.
La luz del amanecer reveló los estragos de la noche. Tanto Bothari como Esterhazy estaban cubiertos de lodo y con la barba crecida, cubiertos de rasguños y con los uniformes ajados. Bothari había tapado a Gregor con su chaqueta, por lo que andaba en mangas de camisa. Llevaba el cuello abierto, de forma que parecía un criminal a punto de ser decapitado. El uniforme verde de Piotr había resistido bastante bien, pero su rostro enrojecido y barbudo le otorgaba un aspecto desaliñado. Cordelia misma se sentía desastrosa, con el cabello húmedo, las ropas viejas y las zapatillas domésticas.
Podría ser peor. Podría estar embarazada todavía. Ahora si muero, moriré sola. ¿El pequeño Miles se encontraba más seguro que ella en ese momento? Era un ser anónimo en su réplica uterina, sobre algún estante del laboratorio de Vaagen y Henri. Cordelia podía rezar para que se encontrase a salvo, aunque no terminase de creerlo. Será mejor que dejéis en paz a mi hijo, malditos barrayareses.
Subieron en zigzag por una larga cuesta. Los caballos resoplaban a pesar de que iban al paso, y se resistían a avanzar al tropezar con raíces y piedras. El grupo se detuvo en el fondo de una pequeña depresión. Tanto los caballos como las personas bebieron del arroyo oscuro. Esterhazy volvió a aflojar las cinchas y les rascó las cabezas a los caballos. Los animales lo empujaron con suavidad y husmearon sus bolsillos vacíos en busca de alguna golosina. Él les murmuró una disculpa y algunas palabras de aliento.
— Está bien, Rose, podrás descansar cuando termine el día. Son sólo unas pocas horas más. — Nadie se había molestado en brindar a Cordelia tanta información.
Esterhazy dejó los caballos con Bothari y acompañó a Piotr a los bosques, trepando por la cuesta. Gregor se dedicó a arrancar unas plantas para tratar de alimentar a los animales. Los caballos las lamieron y al final las dejaron caer, sin ningún interés. Gregor volvió a probar su suerte y recogió las hojas para tratar de introducirlas entre los dientes de los caballos.
— ¿Cuáles son los planes del conde, lo sabe? — preguntó Cordelia a Bothari. Él se alzó de hombros.
— Habrá ido a ponerse en contacto con alguien. Esto no funcionará. — Con un movimiento de cabeza indicó que se refería a aquella noche de vagabundeo absurdo.
Cordelia no pudo menos que estar de acuerdo con él. Se tendió de espaldas y trató de percibir el sonido de alguna aeronave, pero a sus oídos sólo llegó el rumor del arroyo y el de su estómago vacío. De pronto tuvo que levantarse y correr hasta el niño, ya que el pequeño trataba de calmar su propia hambre comiendo unas plantas.
— Pero los caballos las comieron — protestó él. — ¡No! — Cordelia se estremeció, imaginando en detalle las reacciones bioquímicas e histamínicas que podían producirle -. Es una de las primeras cosas que se aprenden en Estudios Astronómicos Betaneses, ¿sabes? Nunca te pongas objetos extraños en la boca a menos que hayan sido examinados en el laboratorio. En realidad, debes evitar el contacto con los ojos, la boca y las mucosas.
Sugestionado, Gregor se frotó la nariz y los ojos. Cordelia suspiró y volvió a sentarse. Entonces recordó el agua del arroyo y esperó que Gregor no notase su incongruencia. El niño lanzaba piedras a los charcos. Una hora después, Esterhazy regresó. — Vamos.
Esta vez condujo a los caballos, señal segura de que se avecinaba una empinada cuesta. Cordelia tropezó y se arañó las manos. Los animales avanzaban con esfuerzo. Al llegar a la cima descendieron, volvieron a subir y aparecieron en una senda fangosa que atravesaba el bosque. — ¿Dónde estamos? — preguntó Cordelia. — En el camino del Paso Amie, señora — le respondió Esterhazy.
— ¿Esto es un camino? — murmuró ella, desalentada. Piotr se encontraba un poco más allá, con otro anciano que sujetaba las riendas de un robusto y pequeño caballo tordo.
El animal estaba considerablemente más acicalado que el hombre. La parte blanca de su pelo estaba brillante, y la negra lustrosa. Tenía la crin y la cola bien cepilladas. No obstante, sus cascos estaban húmedos y oscuros, y tenía el vientre manchado de barro. Además de la antigua montura como la que lucía el caballo de Piotr, el tordo llevaba cuatro alforjas, un par adelante y uno atrás, y un saco de dormir.
El anciano, tan barbudo como Piotr, llevaba puesta una chaqueta del Servicio Postal Imperial, tan gastada que su color azul se había convertido en gris. Esto se completaba con partes de otros uniformes viejos: una camisa negra de faena, un antiguo pantalón verde de etiqueta y unas botas de montar gastadas pero bien conservadas que le llegaban a las rodillas. También llevaba un sombrero de fieltro adornado con unas flores secas. El hombre chasqueó los labios al ver a Cordelia. Le faltaban varios dientes; los que tenía eran largos y amarillentos.
La mirada del anciano se posó sobre Gregor, quien se encontraba de la mano de Cordelia.
— ¿Así que ése es? No parece gran cosa. — Escupió entre las malezas, a un margen del camino.
— Tal vez llegue a serlo con el tiempo — observó Piotr -. Si dispone del tiempo suficiente. — Veré lo que puedo hacer, general. Piotr sonrió para sí mismo. — ¿Lleva algunas raciones encima? — Sí, claro. — El anciano emitió una risita y se volvió para hurgar en una de sus alforjas. Extrajo un paquete de pasas envueltas en un viejo telegrama plástico, unas tortitas hechas de cubos parduscos protegidas en hojas, y algo parecido a un manojo de tiras de cuero, también envueltas en un telegrama plástico usado. Cordelia alcanzó a leer lo que decía:
Actualización de reglamentos postales C6.77a, modificación 6/17. Archívese de inmediato de forma permanente.
Piotr observó las provisiones.
— ¿Cabra deshidratada? — preguntó señalando las alforjas.
— En su mayor parte — añadió el anciano.
— Nos llevaremos la mitad. Y las pasas. Conserve el azúcar de arce para los niños. — No obstante Piotr se metió un cubo en la boca -. Lo buscaré dentro de unos tres días, tal vez una semana. ¿Recuerda el adiestramiento de la Guerra de Yuri, eh?
— Desde luego — dijo el anciano.
— Sargento. — Piotr llamó a Bothari agitando una mano -. Usted irá con el mayor. La llevará a ella y al niño. Él los ocultará. Permanezcan allí hasta que vaya por vosotros.
— Sí, señor — respondió Bothari con tono inexpresivo. Sólo sus ojos delataron la inquietud que sentía.
— ¿Qué tenemos aquí, general? — preguntó el anciano, mirando a Bothari -. ¿Uno nuevo?
— Un muchacho de ciudad — dijo Piotr -. Pertenece a mi hijo. No habla mucho. Aunque sabe cortar cuellos. Ya lo creo que sí.
— ¿Sí? Bien.
Piotr se movía mucho más lento. Esperó a que Esterhazy le ayudase a montar en su caballo. Entonces se acomodó en su montura con un suspiro, y por unos momentos su espalda se curvó.
— Maldición, me estoy haciendo viejo para estos excesos.
Con expresión pensativa, el hombre a quien Piotr había llamado «el mayor» hurgó en un bolsillo y extrajo un pequeño saco de cuero.
— ¿Quiere mascar unas hojas, general? Son mejores que la cabra, aunque no duren tanto.
A Piotr se le iluminó la cara.
— Ah, le estaría muy agradecido. Pero no me dé todo el saco, hombre.
Piotr extrajo la mitad del contenido y se lo guardó en el bolsillo superior. Se metió un puñado en la boca y devolvió el saco haciendo la venia. Aquellas hojas eran un estimulante bastante suave. Cordelia nunca había visto a Piotr mascarlas en Vorbarr Sultana.
— Cuide a los caballos de mi señor — dijo Esterhazy a Bothari con cierta desesperación -. Recuerde que no son máquinas.
Bothari gruñó algo no muy convencido, y tanto el conde como Esterhazy condujeron a sus animales por el sendero. Al cabo de pocos momentos desaparecieron de la vista. Un profundo silencio cayó sobre ellos.
12
El mayor colocó a Gregor detrás de él, bien acomodado entre el saco de dormir y las alforjas. Cordelia volvió a enfrentarse a la tarea de subirse a ese instrumento de tortura para humanos y caballos: la montura. Nunca lo hubiese logrado sin Bothari. Esta vez el mayor cogió sus riendas, y Rose marchó junto al caballo tirando mucho menos de la brida. Bothari permaneció en la retaguardia, vigilante.
— Y bien — dijo el anciano después de un rato, dirigiéndole una mirada de soslayo -, ¿así que es la nueva señora Vorkosigan?
Sucia y desaliñada, Cordelia le sonrió con desesperación.
— Sí. Ah, el conde Piotr no mencionó su nombre, ¿mayor…?
— Amor Klyeuvi, señora. Pero la gente de aquí me llama Kly.
— ¿Y… qué es usted? — Aparte de ser un duende que Piotr había conjurado de la montaña.
Él sonrió, una expresión más desagradable que atrayente, dada la condición de su dentadura.
— Soy el Correo Imperial, señora. Cada diez días realizo un circuito por estas colinas cercanas a Vorkosigan Surleau. Lo he hecho durante dieciocho años. Aquí hay jovencitos con hijos que sólo me han conocido como Kly el Correo.
— Pensé que en estas zonas la correspondencia se repartía por aeronave.
— Eso querían. Pero las aeronaves no llegan a cada casa, sólo la dejan en un punto central. La cortesía ha desaparecido. — Escupió con disgusto unas hojas -. Aunque si el general logra mantenerlos alejados un par de años más, cumpliré mis últimos veinte años de servicio y habré cumplido tres períodos de veinte. Ya me retiré cuando cumplí dos períodos, ¿sabe?
— ¿En qué división, mayor Klyeuvi?
— Los Guardianes Imperiales. — La miró con disimulo tratando de observar su reacción; ella lo recompensó alzando las cejas, impresionada -. Me dedicaba a cortar cuellos, no era un técnico. Por eso nunca pasé de mayor. Me inicié a los catorce años en estas montañas, creando cercos para atrapar a los cetagandaneses con el general y con Ezar. Después de eso, nunca regresé a la escuela. Sólo asistí a cursos de entrenamiento. El Servicio se las arregló sin mí, con el tiempo.
— No del todo, según parece — dijo Cordelia, mirando el bosque aparentemente despoblado.
— No… — El mayor exhaló un suspiro con los labios fruncidos y se volvió para mirar a Gregor con inquietud.
— ¿Piotr le contó lo que ocurrió ayer por la tarde?
— Sí. Anteayer por la mañana me fui del lago. Me perdí toda la diversión. Espero que lleguen noticias antes del mediodía.
— ¿Le parece probable que… llegue algo más para entonces?
— Ya veremos — respondió él en tono más vacilante -. Tendrá que cambiarse esas ropas, señora. El nombre vorkosigan, A. en grandes letras sobre su bolsillo no resulta muy discreto.
Cordelia observó la camisa negra de Aral y guardó silencio.
— La librea del señor también sobresale como una bandera — agregó Kly mirando a Bothari -. Pero pasarán bastante desapercibidos con las ropas adecuadas. Dentro de un rato veré lo que puedo hacer.
Cordelia anticipó el ansiado momento del descanso. ¿Pero a qué coste para aquellos que le diesen refugio?
— ¿Se pondrán en peligro si nos ayudan?
Él alzó una de sus tupidas cejas grises.
— Tal vez. — Su tono no la alentó a realizar más comentarios acerca del tema.
Si quería resultar útil y no arriesgar a cuantos la rodeaban, necesitaba despejar su mente extenuada.
— Esas hojas que masca. ¿Producen un efecto parecido al del café?
— Oh, son mejores que el café, señora.
— ¿Puedo probarlas? — preguntó con timidez; tal vez fuese un favor demasiado personal.
Las mejillas del mayor se arrugaron en una sonrisa fría.
— Sólo los viejos paisanos como yo mascamos estas hojas, señora. Las graciosas damas Vor de la capital no querrían que las encontraran muertas con ellas entre sus dientes de perlas.
— No soy bonita, no soy una dama y encima tampoco soy de la capital. Y en este momento sería capaz de matar por un café. Las probaré.
Él dejó caer las riendas sobre el cuello del caballo, hurgó en el bolsillo de su chaqueta y extrajo el saco. Entonces le entregó un pedazo con unos dedos cuya limpieza dejaba bastante que desear.
Cordelia las observó unos momentos sobre su palma. Nunca te pongas objetos extraños en la boca a menos que hayan sido examinados en el laboratorio. Se lo puso sobre la lengua. Las hojas estaban unidas con un poco de miel de arce, pero cuando lo dulce hubo desaparecido, el sabor que quedó fue agradablemente amargo y astringente. Pareció deshacer la película nocturna que cubría sus dientes, lo cual la reanimó. Cordelia se enderezó. Kly la observó con expresión risueña. — ¿Y usted a qué se dedica, si no es una dama y no es de este planeta?
— Era astrocartógrafa. Luego fui capitana. Después fui soldado, prisionera de guerra y refugiada. Más tarde me convertí en esposa y madre. No sé qué seré después — le respondió honestamente, mientras mascaba las hojas. Esperaba que no fuese viuda.
— ¿Madre? Oí decir que estaba embarazada, pero… ¿no perdió a su bebé con la soltoxina? — El hombre observó su cintura, confundido.
— Todavía no. Él todavía tiene una posibilidad. Aunque me parece un poco injusto, obligarlo a enfrentarse con todo Barrayar siendo tan pequeño… Nació prematuramente, por medio de una operación quirúrgica. — Decidió no tratar de explicarle lo de la réplica uterina -. Está en el Hospital Militar Imperial, en Vorbarr Sultana. Según tengo entendido, la ciudad acaba de ser capturada por las fuerzas rebeldes de Vordarian…
Cordelia se estremeció. El laboratorio de Vaagen no tenía por qué llamar la atención de nadie. Miles estaba bien, bien, bien; un resquicio en este delicado escudo de convicción la pondría en estado de histeria… En cuanto a Aral, él era tan capaz de cuidar de sí mismo como el mejor. Entonces, ¿cómo habían podido tenderle esa trampa eh, eh? No cabía duda, Seguridad Imperial estaba plagado de traidores. Ya no podían confiar en nadie allí ¿Y dónde estaba Illyan? ¿Atrapado en Vorbarr Sultana? ¿O sería un traidor de Vordarian? No… Lo más probable era que lo tuviesen prisionero. Como a Kareen. Como a Padma y Alys Vorpatril. La vida en una carrera contra la muerte.
— Nadie se meterá con el hospital — dijo Kly, observando su rostro.
— Yo… sí. Tiene razón.
— ¿Por qué vino a Barrayar?
— Quería tener hijos. — Una risa amarga escapó de sus labios -. ¿Usted tiene niños, Kly el Correo?
— No, por lo que yo sé.
— Ha sido muy prudente.
— Oh… — El rostro del anciano se tornó distante -. No lo sé. Desde que murió mi mujer, he estado bastante solo. Algunos hombres que conozco han tenido bastantes problemas con sus hijos. Ezar. Piotr. No sé quién quemará las ofrendas en mi tumba. Mi sobrina, tal vez.
Cordelia miró a Gregor, quien cabalgaba sobre las alforjas y escuchaba. El niño había encendido los cirios en los grandes funerales de Ezar, y su mano había estado guiada por la de Aral.
Siguieron subiendo por el sendero, y en cuatro ocasiones Kly se desvió por un sendero lateral, mientras Cordelia, Bothari y Gregor lo esperaban ocultos. En la tercera de estas escapadas para entregar la correspondencia, Kly regresó con un atado que incluía una vieja falda, un par de pantalones gastados y un poco de grano para los caballos. Todavía helada, Cordelia se puso la falda sobre el pantalón que llevaba. Bothari cambió su conspicuo pantalón de uniforme con la franja plateada al costado por otro de montañés. Los pantalones le quedaban demasiado cortos y le daban el aspecto de un espantapájaros siniestro. Escondieron el uniforme de Bothari y la camisa negra de Cordelia en un saco del correo. Con respecto al zapato que le faltaba a Gregor, Kly resolvió el problema quitándole el otro para que el niño anduviese descalzo, y además ocultó su elegante traje azul bajo una camisa grande con las mangas enrolladas. Hombre, mujer y niño parecían una harapienta familia montañesa.
Llegaron a la cima del Paso Amie y comenzaron a descender. Aquí y allá algún lugareño aguardaba a Kly junto al camino; él transmitía mensajes verbales, y a Cordelia le pareció que lo hacía al pie de la letra. Distribuía cartas en papel y en discos baratos, cuyo sonido solía ser bajo y metálico. En dos ocasiones se detuvo para leer cartas a personas aparentemente analfabetas, y una vez lo hizo para un hombre ciego guiado por una niña pequeña. Cordelia se sentía más crispada con cada encuentro, agotada por la tensión nerviosa. ¿Ese sujeto los traicionaría? ¿Qué pensaría aquella mujer de ellos? Al menos el ciego no podría describirlos…
Hacia el atardecer, Kly regresó de uno de sus desvíos para observar el sendero silencioso y declarar:
— Este lugar está demasiado poblado.
— Cordelia se sentía tan agotada que sólo pudo darle la razón mentalmente.
El mayor la miró con ojos preocupados.
— ¿Cree que podrá continuar durante otras cuatro horas, señora?
¿Cuáles la alternativa? ¿Sentarme junto a este charco de barro y llorar hasta que nos capturen? Se levantó con dificultad, apoyándose en el tronco sobre el cual se había reclinado mientras esperaba el regreso de su guía.
— Eso depende de lo que encontraremos al final de esas cuatro horas.
— Mi casa. Por lo general paso la noche con mi sobrina, cerca de aquí. Cuando estoy entregando la correspondencia suelo tardar unas diez horas en llegar a casa, pero si subimos directamente no serán más que cuatro. Mañana por la mañana podré regresar y cumplir con las entregas. Todo parecerá normal. Nadie notará nada extraño.
¿Subir directamente? Pero Kly tenía razón, para estar a salvo debían ser discretos, invisibles. Cuanto antes pudiesen ocultarse, mejor.
— Lo seguimos, mayor.
Tardaron seis horas. El caballo de Bothari empezó a cojear poco antes de llegar. El sargento tuvo que desmontar y llevarlo por las riendas. Cordelia también caminó para estirar las piernas lastimadas, mantenerse despierta y entrar en calor. Gregor se quedó dormido y se cayó del caballo. Entonces comenzó a llorar llamando a su madre, pero volvió a dormirse cuando Kly lo colocó delante de él para sujetarlo con firmeza. En el último tramo, Cordelia se quedó sin aliento y su corazón empezó a latir con violencia, aunque se sujetaba del estribo de Rose para que la ayudara a subir. Los dos caballos se movían como ancianas artríticas, pero sólo con su auxilio lograron seguir al resistente tordo de Kly.
De pronto el camino descendió hacia un amplio valle. El bosque se fue despejando, entremezclado con prados en la ladera. Cordelia podía percibir el espacio que se extendía frente a ella, verdaderas montañas, vastos precipicios en sombras, peñascos gigantescos, el silencio de la eternidad. Tres copos de nieve se fundieron sobre su rostro vuelto hacia el cielo. Al final de un bosquecillo, Kly se detuvo.
— Fin del camino, amigos.
Conducido por Cordelia, Gregor caminó medio dormido hasta la pequeña choza. Allí ella lo condujo a ciegas hasta un catre y lo acostó.
El niño gimió entre sueños mientras Cordelia lo tapaba con las mantas. Entonces permaneció tambaleante, aturdida, y en un último destello de lucidez se quitó las zapatillas y se acostó a su lado. Gregor tenía los pies tan fríos como un cadáver sometido a la criogenia, y a medida que Cordelia los calentaba contra su propio cuerpo el niño dejó de temblar para entrar en un sueño más profundo. Vagamente Cordelia tuvo conciencia de que Kly, Bothari, o alguien había encendido el fuego en el hogar. Pobre Bothari, había estado despierto tanto tiempo como ella. En un sentido militar, él estaba a su cargo; ella debía ocuparse de que comiera, se calentara los pies, durmiera. Debía… debía…
Cordelia abrió los ojos repentinamente para descubrir que el movimiento que la había despertado era Gregor, sentado en la cama a su lado, frotándose los ojos con expresión desorientada. La luz entraba por dos ventanas sucias, a ambos lados de la puerta de madera. La choza o cabaña — dos de las paredes parecían hechas con leños enteros sin desbastar — constaba de una sola habitación. En el hogar de piedras grises había una marmita y una caldera cubierta, apoyadas sobre una parrilla bajo la cual ardían las brasas. Cordelia volvió a recordar que allí la madera representaba la pobreza, no la riqueza. Habían visto una infinidad de árboles el día anterior.
Cordelia se sentó y emitió un gemido de dolor por el ácido láctico que se había formado en sus músculos. Enderezó las piernas. La cama constaba de una red sujeta a un marco sobre la cual había dos colchones, el primero de paja y el segundo de plumas. Ella y Gregor estaban bien abrigados en aquel nido. El aire de la habitación olía a polvo y a leña quemada.
Unas botas resonaron en las tablas del porche, fuera de la cabaña, y Cordelia se aferró al brazo de Gregor invadida por el pánico. No podía escapar, y ese atizador de hierro negro no sería arma suficiente contra un aturdidor o un disruptor nervioso… pero los pasos eran de Bothari. Él entró en la cabaña junto con una bocanada de aire frío. La rudimentaria chaqueta parda que llevaba debía de pertenecer a Kly, a juzgar por la forma en que sus muñecas huesudas asomaban bajo los puños. Siempre que mantuviera la boca cerrada para no delatar su acento ciudadano, sería fácil confundir a Bothari con un montañés.
Él los saludó con un movimiento de cabeza.
— Señora. Majestad. — Se arrodilló junto al hogar y levantó la tapa de la caldera. Luego probó la temperatura de la marmita acercando la mano a ella -. Hay cereales y almíbar — informó -. Agua caliente. Té de hierbas. Frutos secos. No hay mantequilla.
— ¿Qué está ocurriendo? — Cordelia se frotó el rostro y bajó los pies al suelo, ansiosa por tomarse una taza de ese té de hierbas.
— No mucho. El mayor dejó que su caballo descansara un rato y se marchó antes del alba, para cumplir con sus entregas. Desde entonces esto ha estado bastante tranquilo.
— ¿Usted ha podido dormir?
— Un par de horas, creo.
El té tuvo que esperar mientras Cordelia acompañaba al emperador cuesta abajo, hasta el excusado de Kly. Gregor frunció la nariz y observó el retrete con nerviosismo. De regreso en el porche, Cordelia hizo que se lavara las manos y el rostro en una palangana metálica. Cuando se hubo secado el rostro con una toalla, descubrió que la vista desde ese sitio era magnífica. Medio Distrito Vorkosigan parecía extenderse a sus pies en colinas oscuras y praderas verdes y amarillas.
— ¿Ése es nuestro lago? — Cordelia señaló un destello plateado entre las colinas, casi en el límite de su visión.
— Eso creo — asintió Bothari, forzando la vista.
Tan lejos… y habían llegado a pie. Aunque para una aeronave estaban demasiado cerca. Bueno, al menos desde allí se vería cualquier cosa que se acercase.
Los cereales calientes con almíbar, servidos en un plato rajado, sabían a gloria. Cordelia se tomó el té con avidez, descubrió que había llegado peligrosamente cerca de la deshidratación. Trató, de convencer a Gregor para que la imitase, pero a él no le gustó el sabor amargo del té. Bothari pareció enrojecer de vergüenza al no ser capaz de sacar leche del aire para complacer a su emperador. Cordelia resolvió el dilema endulzando el té con almíbar, con lo cual lo hizo aceptable.
Cuando terminaron de desayunar, lavaron los pocos utensilios y platos y tiraron afuera el agua sucia; el porche se había entibiado bastante con el sol matinal.
— ¿Por qué no ocupa la cama, sargento? Yo vigilaré. Ah… ¿Kly le dio alguna idea en caso de que llegue alguien hostil antes de su regreso? Parece que ya no nos queda ningún lugar adonde ir.
— Todavía hay uno, señora. Hay unas cuevas en ese bosque de la parte trasera. Un viejo escondite de la guerrilla. Anoche Kly me llevó para que viese la entrada.
Cordelia suspiró.
— Bien. Vaya a dormir, sargento. Lo necesitaremos más tarde.
Cordelia se sentó al sol en una de las sillas de madera, descansando su cuerpo aunque no pudiese hacer lo mismo con su mente. Forzó los ojos y los oídos tratando de divisar alguna aeronave ligera u otra clase de transporte aéreo. Improvisó unos zapatos para Gregor atándole trapos en los pies, y él se dedicó a recorrer el lugar examinando las cosas. Cordelia lo acompañó en una visita al cobertizo para ver a los caballos. El del sargento seguía cojo, y Rose apenas se movía, pero tenían buen forraje y agua de un pequeño arroyo que corría en un extremo del cobertizo. El otro caballo de Kly, un alazán esbelto, parecía tolerar la invasión equina y sólo se inquietaba cuando Rose se acercaba demasiado a su extremo del almiar.
Cuando el sol pasó el cénit, Cordelia y Gregor se sentaron en los escalones del porche. Aparte de una brisa entre las ramas, el único sonido que se oía en el amplio valle eran los ronquidos de Bothari, los cuales resonaban a través de las paredes de la cabana. Decidiendo que difícilmente podría encontrar un momento para estar más tranquilos, al fin Cordelia se atrevió a interrogar a Gregor acerca del golpe en la capital. Con sus cinco años, el niño era capaz de narrar los hechos, aunque no conociese los motivos. A otro nivel ella tenía el mismo problema, debía admitirlo muy a su pesar.
— Llegaron los soldados. El coronel nos dijo a mamá y a mí que lo acompañáramos. Uno de nuestros hombres de librea entró en la habitación. El coronel le disparó. — ¿Con un aturdidor o con un disruptor nervioso? — Un disruptor nervioso. Fuego azul. El hombre cayó. Después nos llevaron al Patio de Mármol. Tenían aeronaves. Entonces entró corriendo el capitán Negri con unos hombres. Un soldado me cogió a mí, y mamá tiró para que fuese con ella, y allí perdí el zapato. Ella se lo quedó en la mano. Tenía que haberlo… atado más fuerte por la mañana. Entonces el capitán Negri le disparó al soldado que me llevaba a mí, y otros soldados le dispararon al capitán Negri…
— ¿Con arcos de plasma? ¿Allí fue donde sufrió esa horrible quemadura? — preguntó Cordelia. Trataba de mantener el tono muy tranquilo. Gregor asintió con un gesto.
— Unos soldados se llevaron a mamá. Pero eran de esos otros… no los de Negri. El capitán Negri me levantó y empezó a correr. Pasamos por unos túneles bajo la Residencia, y salimos en un garaje. Subimos a la aeronave. Ellos nos disparaban. El capitán Negri me decía que me callara, que me quedara tranquilo. Volamos y volamos, y él seguía gritándome que me callara… aunque yo ya estaba callado. Y entonces aterrizamos junto al lago. — Gregor estaba temblando otra vez.
— Hum. — A pesar de la simpleza con que el niño había relatado los acontecimientos, Cordelia pudo imaginar a Kareen con todos los detalles. Su rostro habitualmente sereno, desencajado por la ira y el terror al ver que le arrebataban a su hijo y le dejaban… nada más que un zapato de todas sus ilusorias posesiones. Así que las tropas de Vordarian tenían a Kareen. ¿Como rehén? ¿Como víctima? ¿Estaría viva o muerta?
— ¿Crees que mamá está bien?
— Sí, seguro. — Cordelia se acomodó en el escalón -. Es una señora muy importante. No le harán daño. — Hasta, que les resulte conveniente hacérselo.
— Ella estaba llorando.
— Sí.
Cordelia sintió el mismo nudo en su vientre. La imagen que había estado evitando todo el día anterior volvió a irrumpir en su mente. Unas botas que abrían la puerta del laboratorio a patadas. Escritorios y mesas tumbados. Ningún rostro, sólo botas. Culatas de armas que destrozaban delicados recipientes y monitores. Una réplica uterina brutalmente abierta, y su contenido húmedo vaciado sobre las baldosas… ni siquiera se necesitaba emplear el sistema tradicional de coger al bebé por los pies y lanzar la cabeza contra la pared más cercana. Miles era tan pequeño que las botas no tenían más que pisarlo y aplastarlo contra el suelo… Cordelia contuvo el aliento.
Miles está bien. Es anónimo, igual que nosotros. Somos muy pequeños, estamos muy callados y nos encontramos a salvo. Cállate chiquillo, no hagas ruido. Abrazó a Gregor con fuerza.
— Mi hijito también está en la capital, como tu mamá. Y tú estás conmigo. Nos cuidaremos el uno al otro. Ya verás.
Después de cenar y al ver que todavía no había señales de Kly, Cordelia dijo:
— Enséñeme esa cueva, sargento.
Kly tenía una caja de velas frías sobre la chimenea. Bothari encendió una y condujo a Cordelia y al niño hacia el bosque, por un estrecho sendero de piedra. El sargento tenía un aspecto siniestro a la luz verdosa del tubo que brillaba entre sus manos.
Cerca de la cueva, la zona mostraba rastros de haber sido despejada en el pasado, aunque las malezas ya comenzaban a cubrirla de nuevo. La entrada no quedaba oculta. La gran apertura negra tenía el doble de altura que Bothari y era lo bastante ancha para permitir el paso de una aeronave. En el interior, el techo se elevaba y los muros se ensanchaban creando una cueva polvorienta. Allí dentro podían acampar patrullas enteras, y en el pasado lo habían hecho, a juzgar por los antiguos desperdicios. Unos nichos tallados en la piedra hacían las veces de literas, y los muros estaban cubiertos de nombres, iniciales, fechas y comentarios obscenos.